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Judías españolas en el reservado o por qué es el único colectivo en España que se ve obligado a ocultar su identidad

Asistimos al último encuentro del curso organizado por la red fraternal de Madres Judías por la Paz, movilizadas desde el 7 de noviembre por la liberación de los rehenes
Integrantes de la agrupación Madres Judías por la Paz movilizadas junto al Parque del RetiroTwitter

Madrid Creada:

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Poco después de la matanza que perpetró Hamás en Israel, un grupo de españolas judías o que guardaban algún vínculo con la comunidad judía se organizaron de forma espontánea para compartir su desazón. La mayoría de ellas eran madres de alumnos del único colegio judío de la Comunidad de Madrid, custodiado desde el 8 de octubre por varios agentes de policía armados con subfusiles. Sabiéndose un potencial objetivo, fue lógico que las primeras reuniones de la agrupación adquirieran un aire vagamente terapéutico: algunas de esas mujeres sólo se conocían de vista; ahora se trataba de mitigar la frustración por el procedimiento, tan eficaz como antiguo, de verla reflejada en otro rostro.
Transcurrido un mes del ataque, esa red fraternal tenía un nombre: Madres Judías por la Paz, y un propósito: movilizarse para exigir la liberación de los rehenes. De ese 7 de noviembre data su primer post en Instagram: «Hoy se cumplen 30 días del secuestro de 242 rehenes inocentes por el grupo terrorista Hamás. Niños, mujeres, ancianos y familias completas se encuentran retenidos en contra de su voluntad. Bajo el lema #BringThemHomeNow hoy, un grupo de madres judías, iluminan la Plaza de Colón en Madrid pidiendo su inmediata liberación, con la esperanza de que las víctimas de Hamas no caigan en el olvido y puedan volver a casa YA».
En su empeño activista pesaba, y mucho, la indignación por el modo en el que la izquierda occidental, no necesariamente extremista, tradujo el atentado: no había más que tener ojos en la cara y, ay, un resto de humanidad, para saber que se trataba de una acción en legítima defensa ante el sistemático exterminio que venía practicando el sionismo en los territorios ocupados. Tal era, en efecto, el troquel con que el sedicente antifascismo había condicionado in illo tempore el discurso europeo sobre el conflicto en Oriente Próximo conforme a la endémica relación de intimidad que la general izquierda venía manteniendo con el terrorismo a pequeña, mediana y gran escala. Incluidas, obviamente, sus variaciones delicatessen, esos subtextos adversativos de quienes confunden el reporterismo con una misión angelical. Hablamos, sí, de Ayestaran, de Espinosa, de aquel Sanz de «El país», si bien mi debilidad son las youTVers que dan noticia de lo que acontece en el frente desde el paseo marítimo de TelAviv. La misma mueca, el mismo simulacro eufónico de las Calaf, Molló, Ariza. La brisa del Mediterráneo meciéndoles el cabello.
Una de esas madres me invitó la semana pasada al último encuentro del curso, que se celebraba en el reservado de un restaurante próximo a Cibeles. No todas las comensales eran madres, ni siquiera judías. Al núcleo original se habían sumado ciudadanos de todo sexo y condición, tan perplejos como ellas por la evidencia de que el Gobierno de la nación había hecho causa del antisemitismo. Conscientes, en fin, de su absoluto desamparo. No en vano, que miles de extremistas jaleen en Atocha o la Puerta del Sol a los asesinos es desmoralizador, pero no constituye novedad alguna. Ahora bien, que Sánchez premie un acto de vocación genocida mediante la reivindicación de un Estado Palestino, y que Hamás, activo en redes, le felicite por ello, les obligaba a recomponer algunos de sus principios; particularmente, el principio de incredulidad.
De camino hacia el local, admito que pensé en la eventualidad de que hubiera habido una filtración y que uno o varios yihadistas irrumpieran en la sala. (Curiosamente, y al hilo de esa inquietud que fue cristalizando en temor, me vino a la cabeza el asesinato del dirigente batasuno Josu Muguruza, acribillado por dos ultras en el hotel Alcalá en noviembre de 1989). Le confié la preocupación a mi acompañante y me confesó que también ella andaba enredada en conjeturas más o menos lúgubres. Como cuando acudimos a la concentración frente a la Embajada de Israel. Esta es la entrada en mi diario de aquel 10 de octubre: «Unas cuatrocientas personas nos concentramos frente a la Embajada de Israel en Madrid para expresar nuestra solidaridad con las víctimas del ataque terrorista de Hamás en la frontera con Gaza y manifestar nuestro apoyo al Estado de Israel. Cuatrocientos madrileños en una ciudad de más de tres millones de habitantes, y que hoy, más que nunca, ha sido mullido poblachón manchego».
[[H2:«Nosotros»]]
En cualquier caso, ahí estábamos, celebrando una conjura contra la resignación en una suerte de sotano-ratonera; una catacumba cool a 45 euros el cubierto en la que, pasadas las nueve, una de las madres tomó la palabra. Se expresó con firmeza: «La policía nos ha aconsejado que no hagamos uso de símbolos que nos identifiquen como judíos. Y os pregunto: ¿qué otro colectivo en España, ya sea político, religioso o étnico, se ve obligado a ocultar su identidad? Os respondo yo misma: ninguno salvo nosotros, los judíos».
Ese «nosotros», en cierto modo, también me concernía. Invirtiendo los términos de los clubs a los que aludía Groucho Marx, si yo, que no soy nadie, había logrado infiltrarme en el todopoderoso lobby judío, lo de «todopoderoso» debía de tener, forzosamente, un alto componente de leyenda. ¡De bulo!
(Recelé, durante las presentaciones, del lazo amarillo que lucían algunas de aquellas mujeres. «No puede ser», me dije, «que también aquí, en una cena con judíos en el centro mismo de Madrid, tenga que aguantar a los procesistas con los que he puesto tierra de por medio». Hasta que una de las invitadas que se percató de mi contrariedad me aclaró que, en Israel, el distintivo expresa la solidaridad con los rehenes, y que se empezó a utilizar en 2008 para reclamar la liberación del soldado israelí Gilad Shalit, secuestrado por Hamás). Los turnos se fueron sucediendo de manera ordenada, sin los atropellos a que dan lugar este tipo de cónclaves. El ceremonioso recogimiento que presidía la sesión, más propio de una misa laica que de una junta AMPA, tenía algo de embriagador. Hasta que el convidado de honor de la velada, Daniel Manticof, judío de origen argentino de 23 años que se había alistado como voluntario en el ejército al tener noticia de la masacre, pidió la vez: «Me pondré en pie, si no les importa; es como suelo dirigirme al público». Venía del corazón de las tinieblas.
La brigada en la que estaba encuadrado se encargaba de asegurar aquellos edificios en los que se había detectado la presencia de terroristas y que previamente batían los escuadrones de vanguardia. En una de esas incursiones les aguardaba una bomba que, por un fallo en la activación del mecanismo, no llegó a explotar. Uno de sus mejores amigos no corrió la misma suerte. Mientras iba desgranando su peripecia, algunas de las asistentes no pudieron contener los sollozos, que fueron aún más ostensibles cuando nos habló de la familia. No bien hubo informado a los suyos de que se inscribía como voluntario, sus ocho hermanos, dispersos por el mundo, se reunieron en Miami, donde residen los padres (también Daniel), para acompañarlos en su desvelo. No hubo tintineo de cubertería ni conversaciones cruzadas. Nos habíamos ido acercando los platos como si fueran ofrendas y nadie, ni siquiera con la suculenta merluza, dijo qué rico. Salimos a la noche madrileña con más aturdimiento que sosiego y unos incomodísimos deberes en forma de pregunta: ¿estábamos dispuestos, como Daniel, a matar y morir por la libertad?