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La historia más violenta jamás contada

Alfredo González Ruibal publica un estudio arqueológico sobre de la violencia de la guerra desde los tiempos del Paleolítico hasta el siglo XXI. "No es un libro especialmente alegre, pero soy optimista", defiende el autor
Víctimas del genocidio de los Isaaq perpetrado por el régimen de Siad Barre en Somalilandia
Víctimas del genocidio de los Isaaq perpetrado por el régimen de Siad Barre en SomalilandiaAlison Bakerville, Wikimedia Commons

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A pesar de haber trabajado en los yacimientos de medio mundo (Italia, Brasil, Sudán, Guinea Ecuatorial, Etiopía, Somalilandia, Yibuti...), a Alfredo González Ruibal no le gusta nada lo de viajar. Lo odia, afirma contundente. «En ese aspecto soy un acomodado, pero por otro lado, me puede mi deseo de descubrir cosas nuevas». Lo suyo no es trasladarse en horizontal de un lado a otro de la tierra más que por compromiso, claro, sino hacia abajo, donde la Historia se encuentra, como dice, «comprimida e intacta». Cavar en busca del pasado, cavar en busca de restos, de huesos, de cualquier rastro que le chive qué pasó allí hace miles de años. Comprobar de primera mano la sangre y la violencia que tenemos bajo nuestros pies; «contar la guerra a partir de los restos arqueológicos», presenta en la primera línea de su nuevo libro, Tierra arrasada (Crítica): un viaje por la violencia del Paleolítico al siglo XXI que nace por el deseo de González Ruibal de contar «una historia diferente».
El título ya sitúa al lector ante «el despilfarro», resume, que significa cualquier guerra. Ante todo, un dispendio «de vida y de materia» que da muestras de su desmesura en una huella arqueológica que pasa por «fosas, montones de huesos, fortificaciones monumentales y armas», enumera. Hace referencia el autor a la actual Guerra de Ucrania, donde «las imágenes que nos llegan son más elocuentes de lo que yo pueda escribir: ciudades convertidas en escombros, fosas comunes y maquinaria bélica reducida a chatarra». Panorama desolador, y a su vez «familiar» si se compara con otra contienda de los últimos cien años, pero también porque «refleja el exceso de cualquier conflicto desde la Prehistoria», puntualiza de un arte mayoritariamente masculino.
Como demuestra este arqueólogo del Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC, los montones de carros de combate calcinados en Ucrania no son tan distintos de los montones de armas de la Edad del Hierro en Illerup Adal (Dinamarca). Esta Tierra arrasada es otra manera de referirse a la «tierra quemada» que desarrollan los ejércitos desde hace miles de años, la táctica militar en la que no se distinguen civiles de militares, como vemos en Bajmut estos días.
González Ruibal quiere que la descripción de una fosa común sirva de antídoto contra cualquier romantización de la guerra
Se apoya González Ruibal en el pensador y antropólogo Georges Bataille para referirse al ser humano como una especie «excesiva» para lo bueno y lo malo. El exceso es parte de la vida, un hecho ineludible e inexorable. «Lo que pasa es que puede manifestarse de forma positiva, como creatividad y generosidad, o de manera negativa y catastrófica, como en la guerra o en el consumo desaforado». «En nuestra mano está elegir», invita.
Y el camino que el autor ha elegido, en el caso de su estudio, es el de la violencia que ha visto en sus excavaciones. El legado de la guerra: «Escombros, cenizas y huesos». La guerra convertida en el «hecho social total», que decía el antropólogo Marcel Mauss, un fenómeno social, jurídico, económico, religioso e incluso estético que involucra a la totalidad de la sociedad y las instituciones. Llega así González Ruibal a una visión de los conflictos «distinta a la de los discursos oficiales que celebran grandes gestas. Detrás de eso hay muchas vidas truncadas y familias deshechas». Historias que nadie ha querido o no ha podido contar, como el soldado de a pie en una trinchera, los civiles asesinados en una fosa común o el poblado arrasado por las legiones romanas «al que ningún cronista de la Antigüedad dedicó una sola línea».
«Tierra arrasada» retrocede hasta los orígenes, pero advierte: «Si el lector espera encontrar por aquí a neandertales genocidas o cromañones sedientos de sangre, se sentirá defraudado (...) Por ahora no los hemos encontrado». Hasta el momento, el «asesinato» de la Sima de los Huesos (Atapuerca) se considera el primer caso de un homínido matando a otro, «pero no parece un conflicto entre grupos». Sin embargo, el autor afirma contundente que «matar nunca ha sido la norma entre los humanos». «Llevo la contraria a lo que se suele decir. Este no es un libro especialmente alegre, pero en eso soy optimista. No somos homicidas por naturaleza. Tendemos a evitar la violencia excesiva. Hay muchos casos, en todos los lugares, pero son excepcionales. Investigar ese extremo nos ayuda a entender otros tipos de violencia y cómo hemos evitado genocidios (...) Los seres humanos han sido capaces de encontrar alternativas al enfrentamiento armado mediante la negociación o la cooperación».
Distingue el arqueólogo entre la violencia colectiva en general (razias, emboscadas, batallas rituales y progromos) y la guerra, que diferencia de otros tipos de conflicto «por varios aspectos»: implicar a dos o más grupos, la noción del soldado, la existencia de ejércitos, las normas de combate y duración determinada en el tiempo.
El estudio de González Ruibal deja claro que la brutalidad extrema existe en los grupos humanos independientemente de su forma de organización social: la practicaron los neolíticos de LBK (Linearbandkeramik) hace 7.000 años y los Pueblos Ancestrales hace 1.000, al igual que las sociedades medievales y los Estados modernos. Además, se observa «en perspectiva global y de larga duración» que las sociedades se han visto sometidas a lo largo de la historia a «ciclos de violencia», señala la obra. «Si la violencia extrema o la guerra ilimitada fueran el orden normal de las cosas, el número de fosas comunes y sitios devastados por la guerra sería constante. Y no es así». También se adentra el libro en qué lleva a que en un momento dado se desborden las normas morales que ponen límite a la violencia. Causas «múltiples» entre las que el experto señala, dentro de varios factores, a la expansión territorial y al cambio climático: «Las largas sequías desempeñaron un papel desatacado en la crisis del Bronce Final en el Próximo Oriente y posiblemente en las masacres del Nilo Medio hace 13.000 años. Más decisiva es la emergencia de un régimen climático impredecible, como en el sudoeste de Estados Unidos hace mil años y en la actualidad en todo el mundo. El pasado nos debería servir de advertencia», apunta. O el poder, salsa casi indispensable en cualquier versión de la violencia: «Están estrechamente vinculados», sostiene. «Donde hay un poder centralizado existe una guerra de coerción y violencia. Lo que no quiere decir que donde no se dé ese poder no exista. Hay violencia para evitar que un determinado individuo o grupo se haga con el poder; y ahí aparece una idea ambigua, que es la de lograr la igualdad a través de las armas».
Cadáveres en el barro, caídos en la batalla de la Edad del Bronce del valle de Tollense
Cadáveres en el barro, caídos en la batalla de la Edad del Bronce del valle de TollenseLandesamt für Kultur und Denkmalpglege Mecklenburg-Vorpommern/Landesarchäologie/C. Harte-Reiter
Y respecto a la evolución histórica del armamento hay un hallazgo que lo cambia todo, el metal. «Sin él hoy no tendríamos nada de lo que vemos en Ucrania. No se podría entender la historia de la guerra sin la invención de la metalurgia hace 7.000 años. Ni tanques, ni fusiles, ni nada». Desde la Edad del Bronce, cada avance de la tecnología se ha tendido a aplicar en el campo de batalla y «no sé si tengo respuesta más allá de constatar el hecho», apunta. Pero existe una región en la que esa conjunción de avances-guerra tiene más importancia que en ningún otro, en Europa. «Hay una interesante trayectoria diferencial entre Europa y otros continentes». Mientras en el Viejo Continente las innovaciones tecnológicas beneficiaron en primer lugar a la práctica de la guerra, en el caso de China, América y buena parte de África subsahariana sucedió lo contrario: «En el mejor de los casos se aplicaron tarde o marginalmente».
Obsesión que es posible que se heredase de griegos y romanos, pues fue el mundo clásico el que se abrazó a la guerra. «Ambas civilizaciones pasaron buena parte del tiempo ejerciendo la violencia a pequeña, mediana y gran escala, y esta fue eje fundamental en su organización política y social», firma. Aun así, las bases de la guerra permanecieron inamovibles durante siglos. Del 3000 a.C. al siglo XVI las herramientas «no cambian mucho». El pack bélico de casco, peto, caballo y espada apenas evoluciona. «Los conquistadores españoles en América llevaron la misma panoplia que los soldados de la Edad del Bronce. Es cierto que tenían armas de fuego, pero su valor era más psicológico que real». Colonización en la que el arqueólogo asegura que «está demostrado que hubo un colapso demográfico brutal». Se estima que se perdió hasta el 90% de la población, «pero hay acuerdo en el que el motivo fundamental fueron las enfermedades». «Las muertes en batallas fueron una fracción muy pequeña del total. Y con las pocas fosas que se han encontrado podemos afirmar que no hubo un plan de exterminio», explica González Ruibal.
Svetlana Alexiévich se convierte en referencia dentro de una obra que, como ella, no pretende escribir sobre la guerra, sino de hombres y mujeres. «En la guerra, aparte de la muerte, hay un sinfín de cosas, las mismas que llenan nuestra vida cotidiana», firmaba la ucraniana frente a un González Ruibal que destapa esa visión «íntima y cotidiana» de la violencia: «También es la violencia más sórdida» y por ello quiere el arqueólogo que la descripción de una fosa común sirva «de antídoto contra cualquier romantización de la guerra, contra los relatos épicos con olor a naftalina que vuelven a estar hoy de moda». Tierra arrasada hace suyo ese «guerra a la muerte» del poeta hondureño Óscar Acosta.