El emperador Constantino y la primera Roma cristiana
La historia del primer cristianismo no puede entenderse sin la Ciudad Eterna ni, por supuesto, sin la figura del primer emperador en abrazar la cruz. El libro "La Roma de Constantino" nos traslada a la capital del Imperio en este momento transformador, a caballo entre el mundo clásico y la irrupción de la nueva fe.
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Amado por muchos, odiado por otros, pero rara vez comprendido en su conjunto y dentro de su contexto, Flavio Varios Constantino marcó un antes y un después en la historia de Europa y del mundo entero, especialmente gracias a su conversión al cristianismo. A la muerte del emperador, en el año 337, la ciudad de Roma ya contaba con varios espacios religiosos dedicados al culto cristiano. El más importante de todos fue, sin duda, la llamada Basílica Lateranense. La historia la conoce como San Juan de Letrán y hoy en día no solo es una de las cuatro archibasílicas papales de Roma, sino que es la de más alto rango, por encima de San Pedro del Vaticano, por ostentar la sede principal del Papa. No en vano, se trata de la basílica cristiana más antigua del mundo, construida a comienzos del siglo IV, concretamente en su segunda década, disputándose los años 312 y 318 el momento de su dedicación inicial.
En aquel momento Roma era, todavía, una de las ciudades más importantes del mundo romano. Aunque había dejado ser la capital del imperio unos años atrás, durante el reinado de los emperadores Diocleciano y Maximiano, había vivido en los anteriores años un momento de renacimiento y esplendor. Todo ello debido, en buena medida, a la mano de un hombre que restituyó su gloria pasada reconstruyendo templos y estructuras civiles. No, no hablamos del emperador Constantino, sino de uno de sus mayores rivales: Majencio.
Marco Aurelio Valerio Majencio fue un usurpador del trono imperial. Nadie reconoció nunca su legitimidad, pero los romanos en la capital supieron apreciar el gran esfuerzo que hizo por tratar de volver a convertir la ciudad de nuevo en el centro del orbe. Y así fue entre los años 306 y 312, hasta que las tropas de Constantino llegaron hasta las puertas de Roma. La historia recuerda con orgullo a los vencedores y condena al olvido a los vencidos. El 28 de octubre del año 312 tuvo lugar la famosa batalla del Puente Milvio en la que Constantino venció a las tropas de Majencio, que terminó ahogándose en las aguas del río Tíber.
El primero alcanzó la gloria y se apropió de los logros del segundo, cuya cabeza terminó clavada en una lanza para deleite propagandístico del vencedor. Y, sin embargo, lo que pasó a la historia de aquel día no fue tanto la victoria como su motivación. Según la tradición cristiana, transmitida por autores como Lactancio y Eusebio de Cesarea, Constantino soñó o vio, dependiendo de la versión que elijamos, que el signo de su victoria sería el de Cristo. Bajo la protección del dios cristiano, Constantino ordenó a sus soldados marcar sus escudos con el signo divino (tal vez el staurogramma, que simbolizaba la cruz de Cristo, o el cristogramma, que hacía referencia directa a su nombre). Así vencieron y conquistaron el que había sido durante siglos el centro del mundo.
O eso es lo que el propio emperador quiso recordar muchos años después. Si tomamos en consideración las fuentes de las que disponemos, no solo las escritas sino también las epigráficas, numismáticas y arqueológicas, lo cierto es que actualmente tendemos a pensar que aquel día Constantino no estuvo bajo la protección de del Dios cristiano. Su compañero divino fue otro; aquel que está reflejado en las medallas y monedas del momento: Sol, una importante divinidad de la religiosidad tradicional romana. Bajo su auspicio se construyó el gran arco honorífico de Constantino que todavía hoy se alza orgulloso en la plaza del Coliseo. El senado, pagano (o más bien tradicionalista por usar un término más actualizado), vio en Constantino al nuevo y legítimo soberano que había impuesto a sangre y hierro su poder sobre ellos.
Aun así, tal vez el mayor cambio que tuvo lugar en el mundo romano durante esos años no fue aquella conquista sino dos nuevas leyes que se promulgaron en los años 311 y 313. La primera del emperador Galerio y la segunda, mucho más afamada, de Constantino y Licinio. Esta última se conoce como Edicto de Milán y ratificó a los cristianos y otros cultos la posibilidad de expresar su religiosidad de forma libre y legal. Aquel fue el punto de inflexión que marcaría la historia de buena parte de la humanidad hasta nuestros días. Desde ese momento el cristianismo era ya uno más de los cultos permitidos en el mundo romano. Si bien no formaba parte de la religiosidad oficial del estado, el emperador Constantino se esmeró por dar a los cristianos la posibilidad de realizar sus ritos en espacios dignos. Aquí es donde vuelve a entrar en escena la basílica de San Juan de Letrán, para la que el propio emperador donó grandes cantidades de oro y plata para financiarla y ornarla. Incluso el propio terreno donde fue construida es significativo puesto que allí se encontraban hasta el momento los campamentos de la caballería personal del emperador Majencio, que fueron destruidos sin piedad como castigo a quienes habían sido fieles al usurpador.
La basílica Lateranense había sido concebida como un espacio en cuyo interior, a diferencia de los templos de la tradición romana, podían reunirse los fieles cristianos. Era la casa de la divinidad, pero también de la comunidad. Estos ya no se verían nunca más obligados a realizar sus reuniones clandestinas en casas privadas de cristianos con dinero, las llamadas Domi ecclesiae (de donde surge nuestra palabra iglesia). Aun así, esta primera gran iglesia de Roma no estaba situada en un punto destacado, sino en el extremo sureste de la ciudad, junto a las murallas que el emperador Aureliano había construido entre los años 271 y 274 para proteger la Ciudad Eterna.
A esta primera basílica de culto le siguieron muchas otras pequeñas parroquias conocidas como tituli. En vida del emperador Constantino conocemos al menos tres, edificadas por personajes cristianos adinerados que ayudaban así a la comunidad. La más interesante de ellas, sin duda, es el llamado Titulus Anastasiae, situado junto a uno de los extremos del Circo Máximo y donde los cristianos celebraron por primera vez en su historia la Navidad entre los años 326 y 336.
En esos mismos años, fuera de aquellos muros, surgieron también otras muchas basílicas que siguieron el modelo lateranense e incluso lo mejoraron. San Sebastián, Santos Pedro y Marcelino y otras tantas que formaron una verdadera corona de templos cristianos en las primeras millas de las principales vías de salida de la ciudad. Sin embargo, aquellos no eran espacios eucarísticos sino funerarios. En ellos se rendía culto a los santos y a los mártires y se celebraban banquetes funerarios, una tradición fundamental en aquel momento pero que hoy hemos perdido casi por completo.
Sin duda, el mayor exponente de todas ellas fue (y sigue siendo) la basílica de San Pedro del Vaticano, bajo la cual se encontraban los restos del apóstol Pedro. Ya en aquel momento, y desde siglos atrás, sus reliquias habían constituido un punto de peregrinación fundamental para los primeros cristianos. La gran diferencia con San Juan de Letrán, más allá de su ubicación, radica en que Constantino ya se había convertido oficialmente al cristianismo cuando ordenó la construcción de esta nueva basílica.
Buena parte de los investigadores considera actualmente, dejando atrás los fantasmas de teorías obsoletas que llegaron a negar la cristianización del emperador, que Constantino se convirtió públicamente al cristianismo en el año 324. Tras un proceso de paulatino acercamiento al cristianismo, el emperador oficializó su nuevo credo al completar su conquista universal. En aquel momento se confirmó definitivamente como el único emperador de un único imperio que, en su concepción, estaba bajo la protección de un único dios que ya no era Sol, sino Cristo, la luz que viene a iluminar el mundo.
Así, en el año 326, Constantino posiblemente visitó las obras de la construcción de la basílica en la que sería su tercera y última estancia en Roma. Posteriormente volvió su mirada por completo a la que se convertiría en la siguiente capital del mundo. Su Nueva Roma a la que, tras la muerte del emperador, todo el mundo conocería como Constantinopla, la ciudad de Constantino. Allí reposaría durante siglos el nuevo estandarte del emperador, de bronce y piedras preciosas, que mostraba el cristograma como símbolo de poder y que sus descendientes replicarían y harían suyo.
Roma, por su parte, continuó con su vida diaria, relegada ya a un digno lugar secundario. Lejos de una manida idea de decadencia, todavía mantendría su esplendor pasado durante varios siglos. La Roma de Constantino, construida sobre la de Majencio, se mantuvo en pie como símbolo de su última gran renovación monumental. Templos, iglesias, edificios de espectáculos y monumentos honoríficos convivieron a partir de ese momento en el nuevo mundo. Todo ello lo hemos recreado ahora Pablo Aparicio y yo mismo, Néstor F. Marqués, en un libro ilustrado con el que descubrir la Roma de Constantino, esa que solo un siglo después estaría completamente dominada por la nueva religión de los emperadores: el cristianismo.
Para saber más
Desperta Ferra Ediciones
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