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Cleopatra y otras mil maneras de morir envenenada

"Puro veneno" se adentra en el papel de los tóxicos a través de la historia, donde sobresalen importantes figuras que, o bien hicieron de verdugos, o de víctimas. De la Antigüedad a hoy siempre ha existido un denominador común: el empleo del veneno en busca del poder
Liz Taylor se puso bajo las órdenes de Joseph L. Mankiewicz, en 1963, para convertirse en toda una faraona, Cleopatra
Elizabeth Taylor convertida en Cleopatra, en 1963larazonLR

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Cada época tiene unas características que la convierten en particular: sus líderes, sus inventos, sus guerras, sus obras de arte... Pero hay otro punto que se repite como un patrón fijo, los venenos. En ocasiones, empleados de manera positiva, como medicamentos o para eliminar plagas, pero también, por supuesto, se han empleado, y mucho, para fines opuestos: criminales y suicidas. «Cada época ha tenido su veneno», sentencia el doctor en Medicina y Cirugía Roberto Pelta en un libro que se califica en sus páginas de «perturbador» e «inquietante»: «Guarda gran parte del conocimiento acumulado a lo largo de la historia sobre las sustancias más letales obtenidas de la naturaleza o en el laboratorio. Un compendio detallado de maneras de matar, con discreción a veces; de forma indiscriminada y masiva otras; causando dolor y un terrible sufrimiento siempre», presenta el autor de Puro veneno (La Esfera de los Libros).
Desgrana Pelta el uso que las mentes homicidas han dado a los venenos, desde conseguir un reino hasta lograr una herencia; por venganza o desamor, poder o celos. Prácticas documentadas desde la Antigüedad, y cuyo empleo no ha parado hasta nuestros días. Fueron una constante durante el siglo XX: no olvidar cómo el Tercer Reich empleó los tóxicos como instrumento puramente asesino en los campos de concentración (Josef Mengele y sus experimentos en niños de Auschwitz con hexobarbital, por ejemplo); o las hipótesis que el doctor plantea sobre el fallecimiento de Marilyn Monroe, a la que siempre ha acompañado la «trama conspirativa» –comenta– de un suicidio por barbitúricos frente a una autopsia que «constató que las mayores concentraciones de estos sedantes se localizaban en la mucosa rectal».
Pero su presencia no ha desaparecido en la tecnológica actualidad, donde los envenenamientos de disidentes rusos, principalmente, han vuelto a poner sobre el tapete su relevancia político-criminal.
Y es que esto es «más antiguo que el hilo negro». Grecia, Roma y Egipto no escatimaron en ponzoñas y el Renacimiento hizo de los tóxicos un arte: «La era dorada sin lugar a dudas», apunta el doctor de un periodo en el que se dio el auge de la alquimia bajo la influyente obra de Paracelso y la introducción de sustancias llegadas del Nuevo Mundo. «Los venenos adquirieron una enorme popularidad», escribe en el prólogo Francisco López-Muñoz, profesor de Farmacología. Aunque este tipo de sustancias no fue monopolio de las organizaciones delictivas del pueblo llano, sino que formó parte de los usos y costumbres de las élites. Basta recordar el virtuosismo que la industria del envenenamiento con fines políticos tomó por entonces: «Piénsese en la Italia subyugada al papado de los Borgia y de los cardenales florentinos, quienes incluso desarrollaron sus propios venenos»; o en la corte francesa de Catalina de Médici (también señalada por Simon Sebag Montefiore en su nueva obra El mundo). «Los venenos se convirtieron en una herramienta de poder para prescindir de enemigos y adversarios», sobre todo, por dos aspectos: la accesibilidad y la limpieza del trabajo. No obvió Victor Hugo la situación y así lo describía en Lucrecia Borgia (1833): «Los Borgia tienen venenos que matan en un día, un mes o un año, como ellos quieran».
Ya dijo Paracelso que «todas las cosas son venenos. Tan solo la dosis hace que una cosa no constituya un veneno»; o, poniéndonos más chovinistas, Escohotado también tocó el tema en Libro de los venenos: «Lo tóxico o envenenador de una cosa son ciertas proporciones de ella conforme a una medida».
Tampoco faltan en el libro de Pelta los animales. Sapos, arañas y serpientes han quedado en el inconsciente humano por algo y leyendas históricas como el áspid de Cleopatra confirman los temores. Se pregunta el autor quién mató a la reina egipcia y bucea por todas las voces que han pasado por su final, que no son pocas. Un deceso que es consecuencia del amor de fantasía con Marco Antonio. Condensando la trama: Octavio pudo con el ejército del militar y ella, al recibir la noticia, se encerró en el mausoleo que había mandado construir con dos de sus criadas, Eira y Carmion. Hizo que llegara a los oídos de su amado el rumor de que se había suicidado, ante lo que este no dudó en atravesarse el estómago con su propia espada, como era norma en los generales romanos vencidos. Aunque Cleopatra no quería más que ganar tiempo en busca de una salida más digna para Egipto.
Corrieron las tropas de Octavio a palacio para recoger al mito (al que Montefiore también señala en su monumental ensayo) y convertirlo en trofeo para goce de Roma, un imposible para una Cleopatra que eligió morir con honor al conocer el suicidio de Marco Antonio. Sin ella, la dinastía de los Ptolomeos desaparecía y el país se convertía en una nueva provincia del Imperio romano. Es entonces cuando dan inicio las especulaciones sobre la muerte de la reina-faraona: «No se puede descartar que Cleopatra fuera una experta envenenadora (...) ni que para asegurarse el poder no tuviese reparos en quitarse de en medio a sus enemigos. Y mucho se ha especulado con el método usado para suicidarse, ya que los mensajeros de Marco Antonio hallaron su cadáver sin ningún signo de violencia», firma Pelta.
Para William Shakespeare, como escribió en Antonio y Cleopatra, murió por la mordedura de dos áspides en su pecho; y, según el biógrafo e historiador romano Suetonio, cuando Octavio llegó a su cuerpo inerte, usó varios antídotos y mandó llamar a los psylli (tribu de encantadores de serpientes del norte de África cuya saliva se pensaba que tenía propiedades neutralizantes del veneno) para que succionasen la ponzoña en un intento vano de reanimarla. «Quería mantenerla con vida para llevarla a Roma», apunta el autor.
Plutarco aseguraba que Octavio entró en la habitación cuando las doncellas estaban acabando de arreglar sus vestimentas antes de morir, y les preguntó: «¿Fue esto obra de vuestra señora?». Una de las sirvientas, moribunda, le respondió: «Fue su impecable obra, como corresponde a la descendiente de tantos reyes», exponía el filósofo, que también sostuvo que la serpiente llegó oculta en una cesta de higos y uvas para garantizarse la muerte por mordedura de serpiente y, con ello, la inmortalidad. Otros autores, como Claudio Eliano (Historia Animalium), han sostenido que el áspid se había ocultado en un ramo de flores: «Cleopatra descubrió que la mordedura del áspid era muy suave (...) y su muerte era dulce».
Sin embargo, Ben Hubbard cuenta, en Venenos, cómo un estudio reciente ha rechazado la idea de la muerte por mordedura de cobra porque esta no siempre es mortal, «pero cuando lo es, la muerte es larga y dolorosa». En la misma línea, José Luis Vila-San Juan (Mentiras históricas) sostiene que los dos metros de un áspid difícilmente podía ocultarse en una cesta basándose en la opinión del escritor Néstor Luján: «Queda la posibilidad del envenenamiento por una ponzoña vegetal. Podía ocultar el veneno dentro de la horquilla de oro que llevaba siempre en el pelo, según Plutarco, y pudo verterlo en una copa o aplicarlo en una herida. También pudo hacerse introducir, con la complicidad de su médico, unos higos envenenados o pudo poseer el veneno disimulado entre sus cosméticos». Concluye Vila-San Juan: «Que el fatuo Octavio hiciese incluir una figura de Cleopatra con una serpiente enroscada en su brazo, en su desfile triunfal en Roma, es otra cosa. Ello fue, precisamente, el origen de esta falsedad histórica». No discrepó demasiado el geógrafo e historiador griego Estrabón, que vivió en su época, especula con la posibilidad de un ungüento venenoso aplicado en la piel o a la mordedura de un áspid.
Adela Muñoz, en Historia del veneno, descarta el uso de beleño negro y estricnina por parte de la reina, ya que el primero provoca grandes sufrimientos a la víctima antes de causar el óbito, al igual que la estricnina contenida en las semillas de la planta Strychnos nux vomica, que causa violentas convulsiones que podrían haber desfigurado su cadáver, «lo que hubiera sido un grave atentado a su legendaria belleza», recuerda Pelta.
Y también baraja Muñoz otra salida: la posibilidad de que la muerte de Cleopatra pudiera haber ocurrido por inhalación de monóxido de carbono procedente de la combustión de carbón para efectuar una ceremonia fúnebre. Se basa así en la opinión del profesor Viaud Gran Marais: «Cuando tenemos ante nuestros ojos la escena final de este drama, no podemos sustraernos de pensar en la cámara cerrada cuidadosamente por la misma reina y en esas tres mujeres, la primera extendida, muerta, sobre su lecho; la segunda echada a sus pies e igualmente inanimada, y la tercera, cuya cabeza reposa sobre un nivel más elevado, conserva, aunque herida de muerte, un resto de vida que le permite responder algunas palabras a los enviados de César. Todo esto se parece mucho a un envenenamiento por monóxido de carbono. La reina, que había estudiado tantos venenos, no podía ignorar la acción de los gases que se desprenden de la combustión del carbón».
«Las distintas versiones sobre la muerte de Cleopatra forman parte de la leyenda, pues es poco creíble que una cobra pudiera matar a tres personas. Probablemente fue otro el veneno elegido, ya que Cleopatra poseía un jardín con plantas venenosas que probaba en condenados a muerte», cierra el doctor.