La cara de Dios está en Jaén
El Santo Rostro se guarda bajo siete llaves en un arca de plata dentro de una gran caja fuerte en la capilla mayor de la catedral jienense
Madrid Creada:
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Se puede evocar con especial interés hoy la manera en que el cristianismo se difundió por la geografía mítica de la Hispania antigua, penetrando por diversas vías a partir del siglo primero de la era común. Diversas tradiciones refieren la llegada de Apóstoles como Santiago o Pedro a nuestras costas, recalando en varios lugares, desde el sur bético al norte gallego. Y eso por no hablar de la aparición mariana, la primera en la historia sagrada, de la Virgen en el llamado Pilar de Caesaraugusta. Otras son las leyendas sobre la presencia del llamado «Apóstol de los gentiles» en Hispania, pues se sabe que Pablo tenía intención de visitarla, según se desprende de alguna de sus cartas. Y se cuentan diversas tradiciones legendarias en las que, en vez de apóstoles como Santiago, se prefiere hablar del envío desde Roma de los llamados Siete Varones Apostólicos, que llegaron para convertir la Hispania romana a la Bética, concretamente a la actual Guadix, en una leyenda que pasó también a formar parte del imaginario colectivo.
Seguramente el cristianismo entró con fuerza en la Bética desde el África romana, cuna de grandes escritores y cabecillas cristianos como Tertuliano o Agustín, con gran seguridad a partir del siglo II. Pero en esta historia y geografía míticas nos interesa sobre todo la vía de entrada más popular y sobrenatural, que se recoge con diversos ecos legendarios. Y es que las diversas vías de entrada del cristianismo en la Península Ibérica no se pueden desligar de las creencias de las personas que llegaron con el mensaje de la nueva religión en el marco del Imperio romano y tampoco de aquellas personalidades ejemplares que fueron consideradas guardianes de la tradición, ya sea los citados Varones Apostólicos, ya los obispos, los mártires o los santos.
Pensemos en los muy diversos santos que proliferan en la Hispania tardorromana, testigos del cambio ideológico y cultural de los siglos III a V. Así lo prueban desde San Vicente a Santa Eulalia o San Fructuoso, entre otros muchos nombres que sería prolijo citar: muchos los glosaría el poeta hispanorromano Prudencio en obras como el «Peristephanon». Pero la historia de la entrada del cristianismo a lo largo del siglo II hasta el IV, cuando el imperio se torna definitivamente cristiano bajo el hispano Teodosio, es también la historia del traslado y la veneración de diversos objetos sagrados que tienen que ver con el culto: tanto las reliquias de Cristo y sus apóstoles, como las de los múltiples santos que pueblan el occidente romano y que tan estupendamente estudió Peter Brown en su libro acerca de «El culto de los santos» y su expansión en la antigüedad tardía.
Es de destacar que la Península Ibérica haya sido depositaría de grandes reliquias de la tradición cristiana que se centran en los objetos sagrados que rodean la pasión de Cristo, desde la Última Cena a la Crucifixión, el Descendimiento y la Resurrección, que no está de más rememorar en estas fechas. Un ejemplo claro es la proliferación de los Santos Rostros o imágenes de Cristo «no hechas por mano humana» que derivan en último término de la tradición oriental que viene de la región sirio-palestina acerca del llamado «paño de la Verónica» o del Santo Sudario y que han recalado en España con especial fuerza desde el Medievo. No en vano son hasta tres las reliquias célebres que se supone que tienen que ver con esa imagen impresa de forma sobrenatural en una tela que acompañó los últimos momentos de Cristo en la Pasión y también en su amortajamiento ya cadáver previo a la resurrección.
Una de las más conocidas es el llamado Santo Rostro de Jaén, que se conserva en la catedral de esta ciudad andaluza. Sobre su origen circulan varias historias. Una tradición hace que hubiera sido llevada a la capital jienense por uno de esos Siete Varones Apostólicos, San Eufrasio, su primer sacerdote. Sin embargo, la llegada del Santo Rostro a Jaén hay que localizarla seguramente a mediados del siglo XIV con el obispo Nicolás de Biedma, que parece que fue el que introdujo en la ciudad la reliquia. Este paño se mostraba en dos ocasiones al año, en Viernes Santo y el día de la Asunción de la Virgen, al que se dedicaba la catedral, y se custodiaba bajo siete llaves en un arca de plata dentro de una gran caja fuerte en la capilla mayor del templo. Ahora se puede ver todos los viernes en el camarín de la catedral. Desde la Edad Media hasta hoy ha sido objeto de veneración y devoción personal o colectiva, regia o popular, en la ciudad andaluza, habiendo atraído a un incontable número de devotos que desearon ver, besar o tocar la reliquia. En fin, como dice el viejo refrán: “la cara de Dios está en Jaén”.