El Argar, amanecer de un mundo nuevo
Hubo un momento en que cambió todo en la historia. En que podemos ver cómo descubrimos materiales y formas de organizarnos completamente nuevas, que transformarían nuestras sociedades para siempre
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Un momento en que vemos aflorar las jerarquías sociales, pero aún podemos adivinar un sistema anterior. El momento en que surgen las armas y los palacios. Sin embargo, esta época, de profundos cambios sociales, climáticos y tecnológicos, ha pasado, en ocasiones, muy desapercibida. Este momento empieza en torno al 2200 a.C., en un tiempo de cambio climático, con creciente aridez en la Península que se extendió también por medio mundo que exacerbó la competición por los recursos, los conflictos y la violencia. Así, en el llamado Bronce Manchego, nos encontramos una gran cantidad de pozos amurallados, conocidos como “motillas”, que protegían el recurso más valioso: el agua. En el Levante, en cambio, surgiría una sociedad que nos sigue sorprendiendo: El Argar. Se extendió por Murcia, Almería y Granada, así como por ciertas partes de Alicante o Jaén.
Su redescubrimiento nos lleva hace más de un siglo, a finales del siglo XIX, en que Rogelio de Inchaurrandieta y los hermanos Siret descubrirían una serie de yacimientos que luego tomarían el nombre de uno de los lugares más importantes, El Argar, en Antas. Sus yacimientos, en su mayoría, trepan por los cerros y sus casas de apelotonan en sus laderas, muchos de ellos con fuertes sistemas defensivos, como las murallas de La Bastida, en Totana. Las cimas quedan reservadas para la élite, con grandes edificios en que probablemente se celebraran asambleas. De hecho, el de la Almoloya, se ha venido a calificar, en algunos medios, como el “primer Parlamento” y podría acoger a medio centenar de personas. También hay una mayor presencia de caballos que, por primera vez, parecen criarse para montar y no solo para comer. Los poblamientos principales también parecen haber creado una red de asentamientos menores para controlar recursos y vías de comunicación.
Los argáricos, además, enterraban a sus muertos dentro del poblado, en grandes cistas o tinajas, lo que nos ha permitido no solo asombrarnos con los ajuares, sino también conocer más de su organización social. Los roles de género parecen diferenciados, pero vemos que hay un acceso igualitario a la comida y que las mujeres tienen un importante papel en el ejercicio del poder. En sus tumbas podemos encontrar las famosas diademas argáricas, pero también otro tipo de joyas, sobre todo de plata. Algunas de ellas, como los dilatadores de oreja con aretes atravesados, nos resultan muy familiares. En las de los hombres, en cambio, esas armas que no se habían visto antes, las alabardas, que podían enmangarse también como puñales. Pero no solo la élite se enterraba, e incluso podemos encontrar tumbas infantiles, algunas de ellas incluso de neonatos, enterrados con ternura y cuidado.
Por lo demás, muchas cosas siguen siendo un misterio en una cultura que no nos dejó fuentes escritas y apenas representaciones figurativas, aparte de algún motivo animal y de unas pocas estelas vagamente antropomorfas. No sabemos nada de sus creencias y su espiritualidad, se nos escapan sus nombres personales, o cómo se llamaban a sí mismos como pueblo. Sabemos que tenían un comercio a larga distancia, que les permitía surtirse de marfil de elefante o de estaño, pero poco conocemos de sus rutas o proveedores. Quizás nunca llegamos a conocer estos detalles y solo podremos especular entre las brumas del misterio y la historia.
Hacia el 1550 a.C. llegó a su abrupto final, aunque en algunas zonas puede alargarse hasta el 1450 o podemos adivinar alguna migración fuera del territorio. Tampoco en esto sabemos qué les pasó. Algunos estratos de destrucción en sus yacimientos parecen apuntar a revueltas. Quizás el territorio, puede que sobreexplotado, no pudiese sostener más una población de este tipo. Quizás, tan solo, perdieron su fuerza frente a otros grupos vecinos. Pero quizás pueda hacernos reflexionar sobre cómo sociedades que parecen perfectamente situadas y adaptadas pueden, simplemente, desaparecer sin dejarnos más que ciudades abandonadas y pequeños rastros.
Muchos de sus yacimientos no están bien musealizados o son complicados de visitar, como Fuente Álamo o El Oficio, pero otros nos permiten acercarnos a esta cultura, como La Bastida, La Almoloya (ambos en Murcia), Peñalosa (Jaén) o, ya en el límite de esta sociedad, la Illeta dels Banyets (Alicante), uno de los pocos que se encuentras, además, en llano. También los museos de Mula, Lorca, Alicante o Murcia nos permitirán asomarnos un poco a una cultura tan desconocida como fundamental en nuestro país. Una sociedad que fue el origen de todo.
Para saber más...
- 'El Argar' (Arqueología e Historia, n.º 58), 68 páginas, 7,50 euros.