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Una terrible ironía del destino: un cuchillo judío para matar judíos

Alexander Coppel diseñó una hoja de metal que fue utilizada por el Ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial: una historia que destapa Joseph Pearson en un libro surgido por el arma que colgaba en el sótano de su abuelo
Descripción de la imagenEd. Salamandra

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Un cuchillo, un diario íntimo, un libro de recetas, un instrumento de cuerda y una bolsita de algodón son los cinco objetos en los que se detuvo Joseph Pearson. Todos pertenecieron a veinteañeros que vivieron la Segunda Guerra Mundial: un chico del campo sin experiencia, un joven melancólico, una cocinera competente, un músico herido en el frente y una superviviente del Holocausto. Y todos ellos, los objetos, son los protagonistas del nuevo libro, El cuchillo de mi abuelo (Crítica), del escritor e historiador cultural, “un canadiense que se mudó a Berlín”, se presenta.
Para Pearson, estos elementos funcionan “como anclas de historias personales muy amplias y complejas”. Para empezar, la de su propio abuelo, fallecido en 2005 y dueño del cuchillo que le puso en la pista de este volumen traducido por Luis Noriega.
¿Puedo descubrir la historia de una persona fallecida a través de una de sus posesiones?, se pregunta quien reconoce que tuvo difícil limitar su estudio a solo cinco materiales. “Incluso el más normal y corriente de ellos podía contar algo espectacular, que no es menos extraordinario o significativo que otras más célebres”. Se acerca de este modo al estudio de lo que los objetos pueden decirnos sobre el pasado, a un trabajo detectivesco que le llevó a desempaquetar realidades “inspiradoras” y, en ocasiones, “descorazonadoras” porque “uno entra en el ámbito del corazón cuando comienza a conocer íntimamente a una persona”, continúa.
Se ha preguntado Pearson “por qué la historia no emplea más a menudo las herramientas de la escritura creativa para contar relatos cautivadores, pero verdaderos; narraciones que sepan capturar la textura del pasado”. Y su respuesta fue la de escribir estos capítulos como “breves relatos documentales que versan sobre el encuentro con testigos de la IIGM, el aprendizaje acerca de sus pertenencias e historias cotidianas y el descubrimiento de sus secretos”.
En ausencia de sus propietarios y de un cuidadoso trabajo de campo, “los objetos de la era nazi son especialmente vulnerables a las narrativas oportunistas”, cuenta el autor que creció “aterrado” por el arma que colgaba de un gancho en el sótano de su abuelo. Un trofeo arrebatado al enemigo en la batalla, un cuchillo adornado con una esvástica y la cabeza de un águila.
Pensaba Pearson que “los objetos no hablan por sí solos”, pero con el necesario abanico de prestidigitadores formado por coleccionistas, historiadores y cronistas ha logrado que le cuenten muchas más cosas de las que pensaba.
Sabía de aquel cuchillo que había sido “liberado” en 1944 o 1945 en los Países Bajos, cuando su abuelo era capitán en la fuerza expedicionaria canadiense. “Mi padre, acaso queriendo protegerme, me contó una historia muy distinta: según él, se había encontrado el cuchillo tirado en el barro, en alguna parte...”.
Pero la vida, o el testamento de su abuelo, le llevó a convertirse en el dueño por derecho de aquel cuchillo que contenía en sí mismo algunas pistas: cruces que una mano había grabado en la plata, “¿un recuento de bajas, tal vez?”; letras y números grabados: la inscripción “S. Sch. II. 421″, tachada y reemplazada por “47″; o el “W80″ estampado en el delgado borde de la parte superior de la hoja. También las iniciales “ACS”, que adornaban la imagen de una balanza, y, en el anverso, el nombre de la persona que había diseñado la hoja, Alexander Coppel, y el de la ciudad en la que tenía su fábrica, Solingen. Pistas suficientes para buscar respuestas allí.
Una rápida búsqueda en internet le reveló que la empresa operaba en el mismo lugar desde 1821: “Solingen tenía un cierto aire wagneriano. Pero no porque los artesanos de esta pequeña ciudad [la población actual es de 160.000 habitantes] fueran maestros del canto, sino porque se habían especializado en la fabricación de espadas. En la Edad Media, sus menestrales forjaban espadas y cuchillos entre casas de entramado de madera (...)”. Aunque las bombas de la guerra habían despojado a la urbe de cualquier halo bucólico o distinguido.
En el lugar se topó con un “Stolperstein”, “un obstáculo en forma de adoquín de bronce. En la actualidad, en toda Europa hay más de 75.000 de estas placas conmemorativas de bronce empotradas en el suelo, que siempre están frente a la última residencia conocida de una víctima del Holocausto. Los transeúntes ‘tropiezan’ (‘stolpern’) con estos bloques del tamaño de un puño, que los sacan bruscamente de lo que sea que estén pensando para invitarlos a reflexionar sobre una persona que fue asesinada por los nazis. En este caso, la placa estaba dedicada al doctor Alexander Coppel, nacido en 1865 y deportado en 1942 al campo de concentración de Theresienstadt, donde murió el 5 de agosto del mismo año. Alexander Coppel, el hombre que fabricó aquel cuchillo que ahora me pertenecía, era judío y había sido víctima del régimen nazi (...) una ironía espeluznante”, se sorprende el escritor.
Luego, la investigación continuó en internet. Llegó Pearson hasta la subasta de un cuchillo que “casi idéntico al de mi abuelo”: 750 dólares pedían por una “bayoneta de policía corta” de algún “atuendo militar”. Y se abrió una nueva puerta porque hasta entonces el nieto había pensado en el arma como un simple cuchillo, pero una bayoneta, que “es un arma ofensiva, concebida para ser empleada de cerca. Ajustada en el extremo del fusil, se usa a corta distancia en el combate cuerpo a cuerpo. La subasta mencionaba un ‘canal de sangre’, y comprobé que la hoja del cuchillo de mi abuelo tenía una muesca larga”. Detalle macabro que destacaban algunos vendedores como parte verdaderamente funcional: “Evitaba que el cuchillo se atascara al reducir la succión y desviar el fluido”, recuerda el libro.
Trabajar a partir del artefacto, casi como un arqueólogo, había llevado al autor hasta los Coppel, a su clasificación en los inventarios de la policía y a las modificaciones que sufrió tras la llegada de los nazis al poder, pero no a saber con certeza si su abuelo “liberó” el cuchillo en el norte de Arnhem, la región donde un regimiento de la OrPo se integró en el Kampfgruppe Rauter en 1944 y participó de forma activa en la masacre de represalia perpetrada en Woeste Hoeve en marzo de 1945. El arma pudo haber pertenecido a cualquiera de los prisioneros alemanes que los Calgary Highlanders capturaron a diario durante la campaña neerlandesa. Sin embargo, la presencia del regimiento canadiense en el lugar en que los miembros de la OrPo actuaban como fuerza militar (algo muy inusual en esta parte del teatro europeo) hace que esa explicación “resulte, al menos, verosímil”, dice.
Llega así Joseph Pearson a la conclusión de que “es imposible separar por completo el cuchillo de los significados que inevitablemente generan sus símbolos, y aun así es la desromantización de los símbolos nazis lo que al final los priva de su poder: el poder que los militaristas han buscado en el águila desde los tiempos de los romanos, y el que los neonazis siguen esperando obtener de la esvástica en la actualidad”. Como decía el filósofo estoico Epicteto: “Cuando empezamos a dar a los objetos inanimados un aura especial y les conferimos importancia, nos convertimos en esclavos”, cierra el capítulo.
  • El cuchillo de mi abuelo (Crítica), de Joseph Pearson, 416 páginas, 20,90 euros.