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Los 43 meses de Enrique Calcerrada en el matadero de Mauthausen

Se publican las memorias de un hombre que sufrió el horror nazi en sus propias carnes, hasta que el 5 de mayo de 1945 llegó una bocanada del mejor oxígeno: «¡Son ustedes libres!»
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Enrique Calcerrada Guijarro salió a la carrera de España huyendo de las tropas franquistas. Cuando empezó la Guerra Civil, el protagonista de esta historia contaba con 18 años; y, al finalizar, ya estaba al otro lado de los Pirineos, donde terminaría en uno de los campos de refugiados que los franceses levantaron en sus playas. Los describe como «infrahumanos», sin embargo, eran los meses más suaves de lo que tenía por delante. La Segunda Guerra Mundial estalló y Calcerrada no tardó en pasar a manos de los alemanes. Cayó preso en Saint Dié, en los Vosgos, y fue trasladado a un «stalag» para prisioneros de guerra, pero los acuerdos entre Hitler y Franco de septiembre de 1940 hicieron que su estatus se modificara y para el siguiente enero ya pisaba Mauthausen: «Flotando sobre un paisaje nevado, como surgiendo de un mar de espuma, aparecían tenebrosamente las murallas de un fuerte, su oscuro portalón de doble hoja, las garitas de observación y vigilancia –recuerda–, las máquinas ametralladoras, la silueta inmóvil de un centinela y de un reflector eléctrico, cuyo foco luminoso azotaba con ráfagas sucesivas la blanca meseta, cubriendo con sombras negras los relieves y reveses del bastión».
Fue la primera impresión de un Enrique Calcerrada que ahora, aunque ya fallecido, ve cumplido un objetivo que se debatía entre el sueño y el deber: «Los que hemos tenido la suerte de volver a la vida, que llegamos al día de la esperanza, y que somos testigos privilegiados de lo aquí acaecido, tomamos conciencia de ser los depositarios de un porvenir pacífico para todos los hombres, y relegando el odio estéril, hacemos juramento de nada olvidar, poniendo lo que esté en nuestro poder para que el mundo no vuelva jamás a repetirlo». Son palabras del superviviente que se recogen ahora en Sobrevivir a Mauthausen-Gusen (Ediciones B), las memorias «de un español en los campos nazis», se subtitula. Se trata, por el contrario, de un libro que ya fue editado en 2003, pero en aquella ocasión fue una tirada muy modesta para amigos y familiares. Comenzaba ahí la lucha de Esther Calcerrada, sobrina de Enrique, por darle la máxima visibilidad posible a la historia de su tío, a la vida de un hombre que sintió el infierno del Holocausto en sus propias carnes durante 43 meses en lo que se ha denominado «el matadero de Mauthausen», Gusen.
Allí, Enrique Calcerrada Guijarro aprendió «a no soñar», escribe de un mundo en el que no había «ni risa ni canto»: «¿Cómo podía alejarse de nuestra mente la obsesión del crematorio? ¡Aquellas procesiones de destrozados, famélicos y abatidos! Esos que eran tus amigos, tus camaradas, que morían en tus brazos (...)». Es solo uno de los pensamientos que rescata un libro donde también destapa otra de las enseñanzas que sacó en mitad de las penurias: no correr en exceso a la hora de la comida. Ocupar uno de los primeros puestos no garantizaba más que «agua sucia», dice, recibían una ración «sin alimento ni consistencia»; pero «a los que llegaron cuando la olla había bajado a la mitad se les echó lo denso y espeso, con mayor cantidad de nabos y patatas».
Ser veterano de Gusen te daba esos pequeños trucos que, a la vez, no significaban nada a la hora de hacer frente a los guardas. Porque Calcerrada no se ahorra detalles en su descripción del horror. También habla de su primera paliza. Contestó mal al suplente del cabo jefe y este respondió: «Ich mache dir sofort kaputt! (¡Te mataré ahora mismo!)». Luego, «levantó la goma con presteza para asentármela sobre el pelado cráneo en forma de enérgica bolea, capaz ella sola de molerme los sesos y dejarme de tal manera que un nuevo envite fuera innecesario».
Era una gota más en un océano de desdichas que llevaron al español a pensar en quitarse la vida. Solo su propia indigencia lo impidió. «El suicidio, como fórmula para evitar sufrimientos mayores y más largos, que siempre había combatido, se abrió un hueco en mi mente». La enésima somanta de palos le hizo superar la capacidad de aguante y vio en la alambrada, electrificada con alta tensión, «la mejor vía para llevar a cabo la empresa. La única dificultad para realizarlo eran las fuerzas, que no me dejaban llegar hasta allí (...) Caí de bruces, tan cansado y molido que me pareció que mi proyecto había tocado allí su fin». Desde el suelo sí pudo contemplar a otro «infeliz», en sus palabras, que «se lanzó a los hilos electrificados y tejidos en cuadros de 20 a 25 centímetros de lado, levantando una llamarada con cada una de sus manos al chocar con los alambres, y otra al hacerlo la cabeza, con un quejido de dolor, fuerte pero corto, seguido de una olorosa e intensa humareda que duró varios minutos. El olor a carne quemada perduró en mi olfato varios días, hasta que fue diluyéndose poco a poco», confesaba.
Las memorias de Calcerrada suponen una enciclopedia de la supervivencia donde su protagonista narra estrecheces como la celebración de la Navidad del 42, la primera en muchos años y donde los días de antes guardaban una miguita al día de su pobre menú, simplemente, para tener un «banquete» mayor el día de la festividad; o el momento en el que los nazis montaron un burdel frente a su barracón: un jolgorio para ellos, «que llevábamos años sin rozar ni tocar a una mujer», y, a su vez, «el corazón se encogía poco a poco, pues no admitíamos que esas chicas hubiesen entrado en Gusen a ejercer tal profesión por su propia voluntad». Eso sí, nada le supo mejor que el «You are free! (¡Son ustedes libres!)» del 5 de mayo de 1945.
  • Sobrevivir a Mauthausen-Gusen (Ediciones B), de Enrique Calcerrada Guijarro, 464 páginas, 21,90 euros.