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Godoy, anatomía de un sinvergüenza

Mientras su amigo, el rey Carlos IV, se entregaba a la caza y los relojes, el guardia de corps conquistaba el corazón de la reina María Luisa de Parma
Descripción de la imagenLa Razón

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La fecha: 1791. Manuel Godoy y Álvarez de Faria era la otra cara del cornudo y apaleado rey Carlos IV de Borbón, desposado con la reina María Luisa de Parma.
El lugar: Madrid. Nunca dos hombres –rey y vasallo– fueron tan distintos: mientras el monarca se desentendía de los asuntos de Estado, el guardia de corps conquistaba a la reina.
La anécdota. Su ascenso fue fulgurante: en enero de 1791 era ya brigadier de la Guardia de Corps, cuatro meses después teniente general y más tarde, secretario de Estado.
Manuel Godoy y Álvarez de Faria, nacido en Badajoz el 12 de mayo de 1767, era la otra cara del cornudo y apaleado rey Carlos IV de Borbón. El doctor Jacoby retrató juntos, en pocas pinceladas, al esposo y al amante de la reina María Luisa de Parma, esposa del susodicho monarca: «De inteligencia limitada; de carácter duro, completamente dominado por su mujer, y que no tuvo en su vida más que dos sentimientos vivos: su amistad por el amante de su mujer [Godoy], que era un hombre corto, astuto y cobarde, con todos los vicios y ninguna cualidad, y un odio implacable hacia su hijo [Fernando VII], que fue un tirano sanguinario, cobarde y pérfido, muy vicioso y estúpidamente devoto».
Nunca dos hombres –rey y vasallo– fueron tan distintos. Mientras el monarca se desentendía de los asuntos de Estado y de las mujeres, convirtiendo sus aficiones a la caza y los relojes en verdaderas manías, el guardia de corps conquistaba el corazón de la reina, verdadero impulsor de sus ambiciones hasta la cima de la nación.
No era extrañó así que Carlos IV adornase su retrete como si fuera el tocador de una dama, diese él mismo cuerda y pusiese en hora su colección de cuatro mil relojes, o saliese a cazar a menudo llevando siempre debajo su ropa de montería. Mientras él se entretenía así, la marcha del país iba de mal en peor y su mujer le infligía continuas infidelidades, tal y como refleja este documento alusivo a la reina conservado en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de París: «Es el vicio en toda su fealdad, es el escándalo más nauseabundo; ni urbanidad, ni delicadeza, ni pudor, privado o público; las costumbres están corrompidas, sin estar dulcificadas... Ningún miramiento, ningún velo esconde este horrible espectáculo a los ojos de la multitud, y tal vez en toda España no hay una sola persona que no sepa que, para alimentar la extraña sensibilidad de la reina, no es demasiado la asiduidad de un funcionario titular (el rey), las atenciones pasajeras del príncipe de la Paz (Godoy) y el concurso frecuente de la flor y nata de los guardias de corps...».
No se sabe muy bien si el monarca era tonto o ingenuo. Juzgue si no el lector: invitado a cenar con su esposa por Napoleón, reparó enseguida en que a la mesa había sólo cuatro servicios y exclamó, muy compungido: «¿Y Godoy, señor?». Napoleón, sonriendo, mandó llamar al amante de la reina, sin el cual el rey era incapaz de disfrutar en las grandes y pequeñas ocasiones. Entre tanto, el hidalgo trató de imitar el poder de un rey escudado en su condición de amante.
Su ascenso social y político fue fulgurante: en enero de 1791 era ya brigadier de la Guardia de Corps, veinte días después era nombrado mariscal de campo, al cabo de cuatro meses, teniente general, y casi un año y medio después, secretario de Estado, cargo equivalente al de primer ministro. Por si fuera poco, María Luisa logró que le distinguiesen también con los títulos de duque de Alcudia, con Grandeza de España, caballero del Toisón de Oro (la más alta condecoración de los Borbones), capitán general de los Ejércitos y, por supuesto, secretario particular de la reina.
Por fin, el 22 de julio de 1795, con motivo de la Paz de Basilea, se le concedió también el título de Príncipe de la Paz. Muchos, desde entonces, sospecharon que semejante encumbramiento, sin parangón alguno en la historia moderna de España, surgió en el mismo lugar donde prende la vida humana. Algunos, incluso, entonaban esta elocuente estrofa: «Las majas de la Corte/están contentas/pues dicen que a Godoy/le hacen alteza. No es una burla/porque siempre los pillos/tienen fortuna».
Pero el marido engañado hacía oídos sordos, alejado también de los asuntos de Estado. El diplomático francés Desdevises du Dézert recordaba que el rey de España y de las Indias dedicaba tan sólo un cuarto de hora diario al estado de la nación. Sin embargo, pasaba horas enteras charlando con torneros, armeros o criados de cuadra, con quienes llegaba incluso a boxear cuando se hallaba de buen humor. «Carlos IV –concluía Desdevises du Dézert– sería clasificado por los alienistas modernos en la clase de los semiimbéciles, capaces de recibir cierta instrucción, pero desprovistos de la más mínima dignidad y de la más mínima energía».
Así era este grandullón de mirada huidiza y frente deprimida, con napia borbónica, boca entreabierta, y rolliza figura sostenida por dos auténticas columnas salomónicas.

LA HUELLA DEL PRÍNCIPE DE LA PAZ

Existen obras de arte, como el soberbio y célebre lienzo de Francisco de Goya y Lucientes, «La Familia de Carlos IV», que sin ser tan concluyentes como una prueba de ADN, ofrecen en cambio sugestivos indicios de paternidad. El protagonista de tan célebre óleo no es, como sugiere el título, el mismo monarca, sino un niño de seis años vestido de rojo, que aparece en el centro de la imagen con el cuerpecito adornado por la banda de Carlos III cruzándole el pecho. Es el infante Francisco de Paula, a quien ya entonces los rumores de la corte señalaban sin duda como hijo adulterino de la reina y de su favorito Manuel Godoy, príncipe de la Paz. Los personajes de este célebre lienzo del entonces pintor de cámara del monarca, realizado en el Palacio Real de Aranjuez en 1800, parecen mirar a un testigo invisible, posiblemente el propio Manuel Godoy.

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