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«El instante más oscuro»: Churchill viaja en metro

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Al cine británico le hierve el Brexit en las venas, incluso cuando parece que defiende a ultranza su europeísmo. Es lo que le ocurría a «Dunkerque», y es lo que le ocurre a esa dupla formada por «Churchill» y «El instante más oscuro», que, a partir de la figura del celebérrimo primer ministro conservador, examinan el papel crucial de Gran Bretaña durante la invasión nazi de un modo harto paradójico. En lo que respecta a la película de Joe Wright, por un lado retrata a los ingleses como los únicos que parecen dispuestos a defender una idea de Europa libre y demócrata cuando el continente ha claudicado, y por otro identifican esa posición política con un nacionalismo feroz y aislacionista. Deberíamos remontarnos al «heritage drama» thatcherista para encontrarnos con una custodia similar de los valores paternalistas del imperio británico. No debe de extrañarnos, pues, que, en este caso, al contrario de lo que intentaba en sus adaptaciones de clásicos literarios como «Orgullo y prejuicio» o «Expiación», el enfoque de Wright, siempre dispuesto a quitar el polvo de la tradición con felices retruécanos modernistas, sea más papista que el papa. Sería imposible toparnos con una secuencia tan vergonzosa como la del viaje en metro de Churchill en ninguna de las películas anteriores de Wright. En este sentido, la única diferencia notable entre el «Churchill» estrenado hace unos meses y enterrado en la cartelera postveraniega y «El instante más oscuro» es su actor protagonista. Al menos en lo físico Brian Cox parecía una elección sensata para encarnar a Churchill, lo que no se puede decir de Gary Oldman, que, embadurnado de prótesis y maquillajes, se ha convertido en una versión analógica de lo que, en «performance capture», podría haber hecho Andy Serkis. Es en su interpretación donde está la anomalía, el monstruo que singulariza la visión de Wright sobre ese mayo de 1940 durante el que Churchill tuvo que vencer la rebelión de los miembros de su partido y enviar al idioma inglés a la guerra para despertar la resistencia del pueblo. Eso sí, hay algo en el gesto de Oldman que impugna al personaje, que se opone al ejercicio de técnica mimética, y que consigue, en una batalla que puede parecer algo estéril (u oscarizable, que para el caso es lo mismo), hipnotizar al espectador, sobre todo en sus escenas con el rey George VI, un espléndido Ben Mendelsohn.