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Carlos Pumares: polvo de críticos

El crítico de cine, socarrón y excesivo a veces, hizo todo por una razón: su amor al séptimo arte
Fallece el periodista y crítico de cine Carlos Pumares a los 80 años
Fallece el periodista y crítico de cine Carlos Pumares a los 80 añosDavid FernándezEFE
La Razón

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Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, hubo un maestro, no sé si jedi o Yoda, que nos convenció a través de las invisibles ondas radiofónicas de que el cine era importante. Divertido, polémico y, sobre todo, popular. Capaz de despertar entusiasmo y encendidos debates, incluso a horas intempestivas de la madrugada. Carlos Pumares, desde su mítico "Polvo de estrellas", hacía muchas veces polvo a sus entregados oyentes y hasta a las propias estrellas de cine que amaba u odiaba, pero, sobre todo, competía en éxito y popularidad con el mismísimo José María García, “el Butanito”. Increíble, pero cierto: ¿es que el cine era tan importante como el noble deporte del balompié? En aquellos días, primera mitad de los años ochenta del siglo pasado, parecía que sí. Y Carlos Pumares, socarrón, excesivo, que había sido cocinero antes que fraile, lo mostraba y demostraba, convirtiéndose en estrella de su propio Olimpo cinéfilo, convocando oyentes, seguidores y detractores, respondiendo educado al tiempo que faltosu (tenía parentela asturiana), pero siempre bien informado, las preguntas más capciosas, combinando saber de cine con sabiduría radiofónica, exabruptos con canciones, insultos con halagos. Convirtiendo el ejercicio de la crítica cinematográfica en puro espectáculo.
Poco podía saber yo, que me recuerdo escuchando su programa en las guardias nocturnas de la mili, mientras nevaba con un frío de narices y me calentaba oyendo sus encendidas opiniones, con las que rara vez coincidía pero que casi nunca me perdía, que al cabo de los años trabaríamos cierta amistad, gracias no tanto a festivales y eventos como a coincidir, bromas del destino, como tertulianos de Crónicas marcianas. Allí se reveló Carlos Pumares como animal televisivo, tanto o más como fuera antes radiofónico. Pero allí supimos también ambos que algo estaba cambiando. Había que pasar de ser crítico de cine, capaz de hacer de la crítica espectáculo, a ser espectáculo uno mismo. De despertar polémicas sobre películas, directores, estrellas y fenómenos de la pantalla, a convertirte personalmente en polémico fenómeno de otra pantalla, más pequeña pero en ese momento inmensamente más popular. Las estrellas del séptimo arte ya no levantaban tanto polvo. Había que adaptarse a nuevas galaxias, regidas por astros menos relumbrantes: los friquis del circo catódico de los late shows televisivos del cambio de milenio. Y Carlos, que lo frecuentó entre el 2002 y el 2004, supo hacerlo muy bien.
Por supuesto, nunca dejó de cultivar lo que era su verdadera raison d´etre: la crítica de cine. Personal, subjetiva y discutible, pero siempre profesional y sentida. Desde las páginas de este mismo diario, desde huecos radiofónicos y televisivos en canales autonómicos o independientes, incluso desde internet, con su propio blog, aunque brujuleando a veces por terrenos tan variopintos como la medicina natural, Carlos Pumares seguía soltando sus juicios y prejuicios cinéfilos y yo diría que hasta cinéfagos, con la feliz libertad de la que solo gozan los niños, los locos y los veteranos de guerra.
Imposible e indeseable olvidar nuestros encuentros y desencuentros en festivales de cine de todo pelaje y condición. De Valladolid a Donosti (el de Terror, ojo), de Las Palmas a Gijón, me alegraba siempre el corazón oír sus duelos y quebrantos indignados, ya fuera con un filme, con un hotel, con el tráfico de la ciudad, un restaurante o el mismo director del festival. ¿Qué era una película de zombis sin Carlos gritando indignado: “¡Esto no son zombis, son infectados, coño!”? Genio y figura, no dudaba en abandonar la sala en mitad de la proyección si se aburría, mientras los demás le mirábamos con envidia, deseosos a menudo de seguir su ejemplo.
Ya no volveremos a cruzarnos de camino a Asturias, él, siempre en su coche cargado con el reproductor de DVD, con el que iba a todas partes, para enchufarlo en el hotel y ver “sus” películas. No las que ponían en televisión y a veces tampoco las que programaba el festival, sino las que a él le daba la gana. No volveremos a oírle gruñir desde la butaca de atrás, maldiciendo el “nuevo cine argentino” o la última “obra maestra” iraní. Se lo podía permitir. Había vivido un tiempo en el que el cine no era cosa de minisalas, festivales gafapasta, discusiones sobre el futuro del audiovisual digital o la paridad de género. Había vivido el tiempo de Polvo de estrellas. Ahora, ya debe saber qué significa el monolito. Nosotros, los que seguimos aquí, sabemos que el cine y, más aún, la crítica de cine, son solo polvo en el viento.