Crítica de «Vortex»: El tiempo lo destruye todo ★★★★★
La cinta parece dedicar su metraje a confirmar el lema que vertebraba una de las obras más célebres de Gaspar Noé, «Irreversible»: el tiempo lo destruye todo.
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«Vortex» arranca con una escena idílica. En una terraza en los tejados de París, una pareja de ancianos se prepara para tomar un aperitivo. Antes de brindar, ella le pregunta si la vida es un sueño. Él responde: un sueño dentro de un sueño. Y la cámara, errabunda, viaja hasta enfocar un muro donde aparecen los créditos de los actores y del director con su año de nacimiento. «Vortex» es la historia de ese muro, esa sábana que nos cubre, que no solo nos hará conscientes de nuestra finitud sino también de que lo que vemos es, tal vez, un paréntesis onírico en la auténtica pesadilla de la vida cuando perdemos la cabeza y la muerte nos ronda. Muy pronto ese muro empezará a dibujarse en medio de la pantalla para separar al matrimonio protagonista. Nunca la pantalla partida había significado tanto: condenados a compartir imagen, ella y él siempre están en universos distintos. Un mismo apartamento se disocia en vectores que se divorcian, de modo que el plano y el contraplano de una relación se convierte en una imagen en permanente conflicto consigo misma, dos neuronas incapaces de entrar en sinapsis. El espacio es esquizofrénico, siempre igual y siempre diferente, en la medida en que las dos células de la imagen se dan la espalda, se buscan sin encontrarse, y cuando coinciden, se desencuadran, se doblan, vuelven a bifurcarse, encerrando a cada personaje en sus derivas enfermas –ella, el Alzheimer; él, sus neurosis obsesivas–, prisioneros que han tirado la llave de la celda que habitan.
En esta extraordinaria comunión de forma y fondo, «Vortex» parece dedicar su metraje a confirmar el lema que vertebraba una de las obras más célebres de Gaspar Noé, «Irreversible»: el tiempo lo destruye todo. Parece haber consenso en que se trata de su película más sensible, aunque el que esto suscribe la encuentra igual de violenta e incómoda que «Enter the Void» o «Clímax». Faltan, sí, las luces estroboscópicas, pero la agresividad del dispositivo la convierte en una versión «hardcore» del «Amor» de Haneke, que, además, aprovecha su bipolar desarrollo para confrontar las dos tradiciones cinematográficas que encarnan sus protagonistas. El estimulante diálogo que se produce entre las conmovedoras interpretaciones de Dario Argento y Françoise LeBrun define el espíritu de la obra de Noé, guiada por el afecto, no exento de rabia, que se profesan el «giallo formalista» y la post-Nouvelle Vague (o «Suspiria» y «La mamá y la puta», de Jean Eustache). «Vortex» no es solo una película sobre la vejez y la muerte, sino también sobre la historia del cine y su colapso.