"El amor de Andrea": Martín Cuenca y los hombres que no podían querer
El director presenta "El amor de Andrea" en la Seminci de Valladolid, película con la que abre una etapa más emotiva en su filmografía
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Hace algo más de dos años, el director almeriense Manuel Martín Cuenca («Caníbal», «El autor»), presentaba en el Festival de San Sebastián «La hija», thriller iracundo sobre la obsesión de una pareja por ser padres. Ayer, el mismo Martín Cuenca llegaba a la cita con LA RAZÓN con su propio hijo pequeño en un carrito: «Primero fue la película y luego fue el niño, pero todo confluye. Mi mujer estaba embarazada durante el rodaje de esta película, así que te ves obligado a colocar las cosas de la vida en otro sitio. El nacimiento y el vínculo con un hijo son cosas poderosísimas. Siempre había querido ser padre y, de algún modo, hablaba ya de ello en mi anterior película, pero esto es completamente distinto», confiesa sincero el realizador, que presenta en la Seminci de Valladolid su nueva película: «El amor de Andrea».
«Siempre había tenido ganas de trabajar con Lola Mayo, la co-guionista, y hace unos años tuvimos una conversación con ella sobre una chica que demandaba a sus padres para que se ocuparan de ella. Se quedó en anécdota hasta la pandemia, cuando la llamé. Tenía ganas de hacer algo más orgánico, más ligero, y le dije que nos pusiéramos a trabajar en aquella conversación. Así surgió también que la película tenía que tener lugar en Cádiz», explica el director, que empezó así a levantar en armonía el filme: uno que nos lleva desde el instituto hasta los astilleros, pasando también por los juzgados, y construyendo un cosmos de costumbrismo puro en el que hacer brillar la mirada perdida y desorientada de su empática protagonista y su familia.
El filme, que bien se puede interpretar (entre las palabras del director y el propio metraje) como el comienzo de una nueva etapa en la filmografía de Martín Cuenca mucho más sosegada, anti-catártica y, por qué no decirlo, también menos cipotuda, nos pone en la piel de una joven cuyos padres se han separado recientemente. Ello provoca que su madre vuelque en ella muchas de sus frustraciones, además de las labores de la casa o el cuidado de sus hermanos, y también que su padre decida no verla. No buscarla. Incluso no quererla. «La película conecta con una pulsión y revisión de la masculinidad que es muy contemporánea. Hay muchos hombres que se sienten perdidos en nuestro tiempo, incapaces de manejar sus emociones y sin apenas herramientas necesarias para contar qué les ocurre. Lo que este tipo hace es abyecto, va contra la naturaleza, pero como director tienes que intentar entenderle», completa el realizador, antes de seguir: «No sabría decirte si estos hombres están en peligro de extinción, pero sí está claro que el mundo ha cambiado para bien. Sigue habiendo muchas brechas, pero hay muchos hombres educados en una manera de entender el mundo que ya no sirve y se ven incapaces de adaptarse. No son chavales jóvenes, y están desorientados».
Y así, en el extraordinario escenario que le ofrece toda Cádiz al filme y con la música de los Vetusta Morla como encargados de la banda sonora, «El amor de Andrea» se convierte en un «coming-of-age» bastante atípico: no hay adolescentes estúpidos, solo niños madurando; no hay grandes secuencias emancipadoras, solo la vida y su interrupción; no hay una rotura textual de lo narrativo, solo una cinta despojada de cualquier tipo de artificio hasta convertirse en algo parecido a la no ficción. «A pesar de estar contando algo muy duro, quería hacerlo de manera orgánica. Estoy cansado de los retratos de adolescentes tarados o llenos de problemas. Claro que los tienen, pero la gran mayoría de ellos los superan de una manera muy madura. Por eso aquí nadie se corta las venas o toma droga. Quería adolescentes preocupados por los afectos, que escriben poesía aunque sea mala, que leen libros aunque sean malos... a veces me parece que se olvida esa adolescencia por centrarnos en el morbo. Es una mirada humanista», apunta.
«Quería que Lupe (Mateo) entendiera que la película se tenía que centrar en lo emocional, en lo sentimental. Y ella, como artista, lo entendió a la perfección. Supo exactamente qué sumar al guion. Pero es que nos tomamos muy en serio a cada personaje, a cada profesor, a cada compañera de clase, incluso. Vimos a más de 5.000 personas para el casting, viendo yo personalmente todas las entrevistas», explica Martín Cuenca sobre la elección de su protagonista, acaso el personaje sobre el que recae todo el peso dramático de la película, bien como hija rechazada, bien como adolescente enamorándose por primera vez de un compañero de clase. Y es precisamente la labor de Mateo la que acaba poniendo a salvo el alma de la película, y que se siente de verdad como un ensayo. En el sentido literario, con Martín Cuenca afirmando que es su «película más personal», pero también en el literal, probando a desvestirse como realizador, a despojarse de todo y sumergirse en la bahía.
«La película está rodada cronológicamente, y eso lo permitió que fuéramos siempre ligeros. Con el menor número de aparatos y dispositivos posible. Quería que siempre la historia de ellos fuera lo más importante. La película tenía que estar despojada de artificios, tenía que ser transparente para poder llegar al corazón de la gente», completa el realizador, aquí también productor además de co-guionista.
Acostumbrados a un cine eminente masculino, donde Martín Cuenca siempre ha delineado con brío a hombres que estallan y toman las decisiones más importantes de su vida (para bien o para mal), la valiente incursión que hace el realizador en «El amor de Andrea» se puede interpretar como una enmienda, como una deconstrucción, incluso: «Cuando hay menos artificio, menos palabras, es cuando es más difícil contar las cosas. El padre es un señor al que le pasa la vida por encima. Le pasan los hijos por encima y es incapaz. No se ve capaz de agarrar la vida. No le juzgo, por deplorable que sea, porque es un hombre que no sabe hacer otra cosa. Es un tullido emocional», completa el realizador, entregado de manera sincera a esta nueva manera de hacer cine, más pegada al corazón que al cerebro, pero también más honesta y contemporánea. Y es que aunque la concepción de su nuevo filme como una película estanque pueda alienar (o hasta aburrir) a quienes estén acostumbrados a sus incendios, es de agradecer que Martín Cuenca haya decidido romper con la fórmula, se haya desmarcado del algoritmo, y haya optado por una película blanca, igual de dura que sus anteriores trabajos, pero profundamente empática.