Lucian Freud, el pintor que rompió con el canon de belleza
La National Gallery británica reivindica al artista más allá de la leyenda de su biografía, en una retrospectiva que en febrero vendrá al Museo Thyssen y que lo consolida como pionero que desafió las normas
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Todavía se conserva el último estudio de Lucian Freud. Permanece como lo dejó a su muerte en 2011. Una estancia dividida en dos espacios similares que maridan orden y desorden con un equilibrio de funambulista. Si un cuadro revela el talento de un artista, el taller es un reflejo de su carácter. Y esta estancia, ubicada en el primer piso de una vivienda de South Kensington, cerca de Holland Park, en una casa de doble fachada -una exterior, que mira a la calle, y otra interior, que da a un jardín interior-, respira el caos derivado de la creación pictórica y la pulcra distribución de un alma que tiene raíces germánicas. Lo que prevalece, aparte del olor a trementina y un tenue rechinar de tablazones de madera, es la paradoja de un arbitrio controlado, donde el desorden tiene derecho a existir, pero solo en lugares específicos. La acumulación de pinceles sobrevive en sillas y aparadores, mientras las sábanas amontonadas salvaguardan su revuelta naturaleza en un par de rincones arreglados. Las paredes, de color ámbar, para evitar reflejos y alteraciones involuntarias de luz que podrían distorsionar un cuadro, todavía conservan anotaciones autógrafas del artista. «White Spirit», «Sunday 7.45», «Roseberry», «Brown Tape».
Una audiencia real
Junto a los números de teléfono de sus modelos, se lee: «H. R. H. 10 October Robert F.». Es la fecha de una de las citas que mantuvo con Isabel II. Al lado se distingue otra palabra «Uniform» y debajo el nombre de varios colores. Son los que emplearía para «El brigadier». En 1988, Lucian Freud tomó la decisión de alquilar esta residencia. En este edificio acabaría pintando el resto de su obra, como el famoso retrato que realizó a Kate Moss o su autorretrato «Painter Working, Reflection», de 1993, en el que se retrata como un ángel de Murillo, solo que, en lugar de espada y lámpara, sostiene una paleta y un pincel. Es una obra inquietante, donde se somete a la misma prueba de constancia y voluntad que sus modelos para comprobar si él podía aguantar la exigencia de posar.
Por entonces, ya era un artista consagrado, con una larga nómina de amantes que han adornado su leyenda (tiene reconocidos 14 hijos, pero se sospecha que son más). Atrás habían quedado ya los años en el bar Colony Room Club -al lado de sus amigos del círculo londinense -Michael Andrews, Francis Bacon y Frank Auerbach, que defendieron juntos la figuración en medio de un auge de la abstracción-, sus atormentados días de pintor desconocido y su hábito de arruinarse periódicamente en apuestas de carreras de caballos. El marchante que lo catapultó fue William Acquavella. Para que el artista se comprometiera con él, prometió hacerse cargo de sus deudas de juego, sin saber que en ese momento ascendían a una suma de dos millones de libras. Pero esta afición deportiva, que compartía con la Reina de Inglaterra, le serviría para amenizar las veinte sesiones -de dos horas cada una- que sostuvo con ella en 2001, durante la realización de su retrato, que se ha convertido en una de las telas más icónicas de su carrera. Esta corta sucesión de encuentros rápidos explica también el origen de sus reducidas medidas: el lienzo pequeño facilitaba su traslado y le permitía acabar el trabajo en un periodo más breve de tiempo.
En aquella época, Freud ya había mostrado cierta tendencia a los retratos de gran formato, en los que sometía a sus modelos a posar durante horas. «Cuando trabajaba permanecía de pie. Se movía mucho de un lado a otro. Era nervioso. Se acercaba mucho a ti y después se alejaba. Observaba cada detalle de la piel y la cara, pero nunca resultaba invasivo. Percibías la tensión que suponía para él pintar. Concebía la obra como un proceso lento. Comenzaba siempre por el centro del retrato, los ojos, la nariz, y luego iba expandiéndose. Tanto detenimiento, permitía que su modelo acabara relajándose y se mostrara como era en realidad», comenta David Dawson. Él fue uno de sus colaboradores y amigos más estrechos del pintor. Posó para él en diversas ocasiones y es el hombre que aparece en «Portrait of the Hound», el lienzo que Freud pintaba cuando falleció. «La última pincelada que dio fue en la oreja del perro que había a mi lado. Luego se sintió mal y se acostó», explica él mismo.
David Dawson reside en la misma casa donde trabajó el artista. Él es su heredero y fue un estrecho amigo y colaborador de él. Hoy mantiene intacto su taller y explica que, lejos de la imagen que arroja su biografía, Freud era «divertido, ameno, con una elocuente conversación que te hacía reír. Una persona de una amplia cultura en literatura, arte y música, aunque nunca la escuchaba cuando pintaba».
Esta idea que él remarca y que contradice la visión extendida de Lucian Freud es la que intenta trasladar la retrospectiva que la National Gallery le dedica al creador con motivo del centenario de su nacimiento y que en febrero acogerá el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, la única pinacoteca española con obra del pintor en su colección. «Siempre se ha estudiado su mala fama, lo que arroja su biografía y que era nieto de Sigmund Freud, del que nunca leyó un libro, lo que invalida la lectura psicoanalítica que se ha hecho muchas veces de su obra», comenta Daniel Hermann, comisario de la exhibición. Según él, Lucian Freud intentó entroncarse desde sus orígenes con la tradición pictórica europea. En un principio con los Holbein y el renacimiento alemán, como delatan óleos de los años cuarenta como «Girl With Roses» y «Woman with a Tulip» –este periodo terminaría más o menos con «Hotel Bedrom», de 1953, donde el artista se autorretrata al lado de su mujer, Caroline Blackwood, que luego abandonaría–.
Más tarde hilaría su destino a la cadena de maestros que abordan el desnudo, uno de los temas esenciales de la carrera de Freud y donde él fue más lejos que los demás compañeros de su generación al romper con el canon de belleza aceptado. Durante los años 80 y 90, en medio de la eclosión de las supermodelos de pasarela, él abogó por retratar cuerpos compactos, orondos, grandes, abundantes en carnes, o, bien, escuálidos, exánimes. Lo hizo retratando cada uno de sus aspectos, como si la carne en realidad no fuera más que un reflejo de texturas y una amplia paleta de tonos y colores que lo retara. «La mayoría de estos lienzos son teatralizaciones. Él, en realidad, abordaba los desnudos como un motivo pictórico. Es el primero que retrata cuerpos no normativos, rompe el concepto aceptado hasta entonces de intimidad y capta la vulneración que el tiempo provoca en ellos. Ahora que existe un renovado interés por el cuerpo humano, hay que tener presente que él desafiaba ese ideal. Freud, en este aspecto, fue un pionero porque llevó muy lejos cuestiones que ahora muchos se plantean», prosigue Daniel Hermann.
Hay artistas que se han concentrado en la luz; otros, en el espacio. Lucian Freud lo hizo en la carne. Para él, no era solo materia, era también una manera de expresión. De alguna manera, para él, la carne estaba hecha de sustantivos, verbos y adjetivos. Y esto es lo que apunta Hermann al distinguir entre desvestido y desnudo, dos conceptos cruciales en Freud. «Iba va más allá de la mera representación de una persona sin ropa, y se olvidaba de la belleza para concentrarse en el carácter. Se interesaba por los cuerpos excesivos porque sus cuerpos en realidad son celebraciones de la vida humana».