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“God of War: Ragnarok”: más duro será el Fimbulwinter

Kratos y Atreus continúan su épica aventura en el mejor juego del año, en pleno invierno iracundo, y a punto de presenciar el inicio del fin del mundo en la mitología nórdica
SONY
La Razón

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No es difícil traducir la palabra en sí, pero hay en el inglés una expresión, “foreshadowing”, que es tan compleja como precisa en su aplicación verbal. Mezclando las raíces de “lo que viene antes” y “sombra”, además del presente continuo para sustantivar, el sajón nos devuelve un regalo sobre la anticipación, una especie de vocablo reservado para quien insinúa, quien tienta incluso antes de mostrar. A ello nos han sometido, en el sentido más placentero de la expresión, Santa Monica Studio y Sony con la saga “God Of War”. Desde el lanzamiento del juego original, dirigido por Cory Barlog, en 2018, las pistas sobre el destino final de Kratos y Atreus se han ido sembrando en mil y un senderos. Desde el final de la primera y revolucionaria aventura, hasta los avances y declaraciones del nuevo videojuego, llegando por fin este 9 de noviembre a nuestras consolas: “God of War: Ragnarok” ya está aquí. Y sí, es el mejor juego del año. Por eso es meritorio hablar de él SIN SPOILERS.
Título: “God of War: Ragnarok”
Estudio: Santa Monica Studio
Plataforma: PlayStation 4 y PlayStation 5
Precio: 69,99€ (PS4) y 79,99€ (PS5)
Valoración: 100/100
En español, por suerte y riqueza léxica, podríamos traducir ese “foreshadowingcomo “presagio” y, caprichosa la lengua, la arquitectura etimológica de la palabra nos devuelve a sus raíces clásicas. Como Kratos, se podría decir. Sí, pero también como la tragedia, el drama y las constantes profecías que, con el objetivo inicial de intentar evitar, uno acaba cumpliendo. Los griegos, antes incluso de que naciera el fantasma de Esparta, ya hablaban de la “hamartia”. Concepto complejo, pero que viene a encapsular ese error fatal que cada héroe está destinado a cometer para cumplir con su sino. Igual que no hay héroe sin victoria, no hay mito sin dolor. Y hacia allá se encaminan nuestros protagonistas, conscientes de que más allá del duro Fimbulwinter que se inició con la muerte de Baldur, es posible que se encuentre su hamartia misma, destino escrito en piedra (literalmente) por la madre de Atreus.
Épica de la emancipación
Desde que comenzamos a ver imágenes y gameplay de “God of War: Ragnarok”, dos espadas del caos abrieron rápidamente la senda de los nuevos discursos y discusiones. ¿Se trata del “mismo juego”, ahora más grande y explotando parte del músculo de PlayStation 5? Y también, ¿a qué quiere jugar argumentalmente la franquicia, consciente de que este será el último juego nórdico, pero la saga es una de las más provechosas de la industria?
A la primera de las cuestiones, es muy fácil responder: no. “Ragnarok” no es, ni mucho menos, el mismo juego otra vez o una sobre explotación de la franquicia. Claro está, se reutilizan muchos recursos, desde pequeños cofres a escenarios enteros, pero la amplitud de miras es completamente nueva. Por llevárnoslo a un símil cinematográfico, es como si “God of War: Ragnarok” hubiera abrazado el Cinemascope. Todo es panorámico, todo es rico y, por encima de ello, todo se siente verdaderamente original. Sobrepasadas las veinte horas de juego, parece que por momentos no vamos a dejar de descubrir mundos, texturas, climas y biomas distintos. Cada uno con su personalidad, tipos de personajes y hasta carisma propio. El Fimbulwinter con el que nos recibe Midgard, por ejemplo, se antoja como un mero recordatorio, casi chulesco, del estudio. Una especie de “mira, esto es lo que podíamos hacer antes y esto es lo que podemos hacer ahora”.
Respecto a lo narrativo, en lo que apenas entraremos para que todos los jugadores puedan disfrutar de la experiencia completa -si es que han conseguido evitar la avalancha de spoilers que pueblan Internet-, el díptico de Atreus y Kratos se tiene que entender desde la épica de la emancipación. Si el primer capítulo versaba sobre el héroe espartano siendo consciente de su condición de padre, con sus juicios, capacidades y peligros, el segundo episodio trata sobre la fuerza de Atreus (o Loki) para poder encontrar su propio camino, descubrir quién es realmente. De hecho, el Kratos al que conocemos nada más arrancar esta nueva aventura es uno mucho más vetusto, casi oxidado y, eso sí, empático. La transformación se ha completado: el Kratos humano es más importante que el Kratos divino. Y ese es quizá el gran triunfo de la narrativa de “God of War: Ragnarok”, el mensaje de su fábula, esa intencionalidad en la propia existencia. Cuando no podamos hacerlo por nosotros mismos, quizá podamos hacerlo por los que nos importan.
Por supuesto, hay algo ahí de angustia adolescente, de pura rebeldía y ganas de romper con lo establecido, pero ni ese Atreus abriendo sus alas para volar del nido, ni ese Kratos paternalista son en realidad el centro mismo del argumento, sino las dinámicas de perdón y permiso que somos capaces de desarrollar con nuestros seres queridos. ¿Quién sabe qué es realmente bueno para nosotros en nuestro camino? ¿Quién nos cuida mientras estamos cuidando a otros? Y es en ese punto donde, con maestría, el que ya podemos decir sin miedo que es el videojuego del año, nos mira a la cara y nos dice, con toda la solemnidad que consigue reunir: “nadie”. No hay respuestas, solo decisiones. No hay recetas mágicas ni curas empáticas, solo nuestras condiciones materiales y estructurales y qué estamos dispuestos a hacer por transformarlas o mantenerlas. Ello aplica a Kratos, padre y guardián; a Atreus, hijo y potencial dios sobre dioses; pero también a Freya, Thor, Odín y casi todos los personajes que nos iremos encontrando en nuestra aventura. La dualidad, quizá, como máxima expresión del libre albedrío.
Una apuesta intergeneracional
Más allá de la agradecida densidad de su argumento, en un juego que sí, puede resultar demasiado largo si atendemos a los estándares generales de la industria, es de agradecer la demostración de poderío en términos de jugabilidad de la nueva entrega. Como mencionábamos en nuestra preview de hace unos días, la implementación más novedosa de “God of War: Ragnarok” es su apuesta por la verticalidad. No se trata de convertir a Kratos en el Príncipe de Persia, pero sí explotar laderas, paredes y riscos con una nueva perspectiva. Del mismo modo, las armas se vuelven complementos de desplazamiento y el escudo, gran ausente en las dinámicas de pelea del primer juego, brilla en su uso. Sobre todo cuando nos enfrentemos a los numerosos jefes que nos esperan en cada zona, con más diversidad que en la primera entrega y, quizá, algo más de dificultad, haciéndonos sudar la gota gorda en algunos enfrentamientos (busquen ahora qué es un axolote) si nos decidimos por seguir la historia principal obviando todas las misiones secundarias que nos ayudan a subir de nivel.
Es ahí también donde se deja ver la apuesta intergeneracional del nuevo juego. Tal y como ya implementó “Horizon: Forbidden West”, el nuevo “Ragnarok” se trabaja de verdad sus historias complementarias. Y así, los días de “ve a comprarme pan y vuelve”, parece, están llegando a su fin. Hay un lore propio y, sobre todo, interesante, rico, con potencial para que incluso uno vuelva sobre las páginas del diario de Kratos a saber más sobre el pequeño y bello relato que nos están contando. En definitiva, hay un juego para quien quiera quemar botones y para quien quiera admirar el reflejo de una planta venenosa en el lago; para quien quiera partir cráneos a pura escarcha y para quien se quedara intrigado con las invocaciones de Ratatöskr del primer juego.
Sabe el juego dirigido por Eric Williams, que en la cabeza del jugador moderno, sometido al poder de la imagen, hay muchos referentes cinematográficos (desde el western en la mímica de Sergio Leone a las revueltas de “John Wick”), que la capacidad de transmisión del mando de PlayStation 5 no tiene rival y que la megalofobia, bien explotada en un videojuego como este, nos devuelve la experiencia definitiva en cuanto a inmersión de sonido se refiere. Ahí vuelve a jugar, de nuevo, un papel estelar la labor de Bear McCreary -quizá el compositor en mejor forma de la escena- en la música, que ahora prescinde de un tono único y se atreve a adentrarse en melodías más ligeras y, llegado el momento, más sombrías, como si las medianías y la vida dentro de la elipsis que nuestro protagonista quería cerrar partiendo un solo cuello fueran lugares a los que es imposible volver.
El presagio, entonces, que parece dar forma a todo el juego y, con más fuerza, a toda la saga nórdica pasa aquí por ese círculo que Kratos creía haber cerrado en el final del primer capítulo. Y, una vez más, la respuesta estaba ante nuestros ojos (en el propio logo promocional de “Ragnarok”, si nos fijamos con suma atención). La lección, mitológica y casi moral del juego, es que la repetición de patrones no implica la repetición de hechos. Tenemos la capacidad, por suerte o por desgracia, de escapar de nuestro destino con nuestras decisiones, aquí en forma de violentos hachazos o flechazos, pero nuestras al fin y al cabo. “God of War: Ragnarok” es una obra maestra del “foreshadowing”, del presagio y de la profecía. Y lo sabe. Lo sabía desde antes incluso de que se materializara en nuestras consolas, a partir del ya inminente 9 de noviembre.