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Álvaro Urquijo: “Nuestro mayor aval es el público”

El fundador de Los Secretos, que cierran gira el próximo 23 de diciembre en Madrid, recuerda a su hermano Enrique y repasa cuarenta años de éxitos
MARTA PICH

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Con cuarenta años de trayectoria, es muy posible que, con Hombres G, sean Los Secretos nuestro grupo patrio más longevo. Con un éxito mucho más discreto que los primeros, pero constante y persistente, en las antípodas de la alegría desprejuiciada y festiva de los de Summers, con la melancolía por bandera, las canciones de Los Secretos son ya parte de la banda sonora de nuestra biografía. Este año cierran una exitosa gira, esperadísima después del obligado parón de la pandemia, en el WiZink de Madrid, el 23 de diciembre. Y las entradas vuelan.
“Mi hermano Enrique estaría flipando”, dice Álvaro Urquijo. Y ya no dejará de aparecer Enrique, presente siempre. “Nuestra intención nunca fue la de triunfar y tampoco mi hermano era el típico cantante que se comía el mundo”, recuerda. “Nosotros lo que queríamos era tocar, crear canciones. Nunca nos hemos plegado a la moda del momento y quizá por eso nunca fuimos objeto de culto, ni por parte de las discográficas ni por la del público”. No se lamenta Álvaro de ello, solo lo analiza desde la perspectiva que da el tiempo y la experiencia, sabiendo que no fueron nunca uno de esos grupos de pelotazo, pero sí uno que ha llegado hasta aquí manteniéndose fiel a sus principios.
“Enrique no era de dar entrevistas, no le gustaba hacer playbacks, era tímido… No éramos negocio. No estábamos a la moda, sino que hacíamos lo que nos gustaba, porque nuestra finalidad nunca fue el éxito o el dinero. Así que ninguna compañía de discos extranjera se interesó por nosotros, ningún manager importante nos ofreció un gran contrato, nunca tuvimos un gran éxito que cambiara nuestra trayectoria. Y aun así, nuestro primer disco vendió 12.000 copias, que no estaba nada mal en aquel momento, y menos sin que nadie diera un duro para que apareciésemos en la emisora en la que había que salir para ser alguien”. Vivieron siendo tan solo unos chavales el despertar de la democracia, una realidad donde la música les hacía libres y “todo era divertidísimo”.
Sin apenas referentes
Un momento ese en el que no tenían demasiados referentes. “No había ni siquiera un concepto de que eso que queríamos hacer fuese siguiera una profesión. Ni mi padre, que era un gran melómano, entendía que fuésemos a dejar de estudiar para dedicarnos a no se sabía muy bien qué. Y cuando empezamos a hacer giras, en el 81, lo hacíamos de una manera muy precaria, muy cutre: una furgoneta con el equipo y tres técnicos delante, y nosotros detrás en un coche con las guitarras. Íbamos, tocábamos y nos volvíamos. Lo primero que nos encontrábamos en los camerinos eran carteles de los artistas que habían estado antes: Camilo Sesto, Rocío Jurado, Juan Bau… Fuimos pioneros en aquellos años. Al principio estábamos nosotros, Nacha Pop, Cadillac… Y luego ya empezaron el resto, sobre el 83, a salir de gira. Y justo cuando empieza a despegar todo, nosotros salimos del circuito. Bueno, no nos fuimos: nos echaron de la compañía. Sacamos un disco, el tercero, que se llamaba “Algo más” y nos dijeron que no teníamos ni idea y que eso no es lo que se llevaba. Y tenían razón. No éramos el prototipo de grupo que se llevaba entonces, no estábamos a la moda”, recuerda. Y no sé muy bien si sonríe con ironía o con cierta amargura.
“En contraste con todo eso, a nosotros nos sustenta el público. Y creo que lo hace porque todo lo que hemos hecho ha sido con total honestidad, con mucho respeto por la música, con temor a la vergüenza ajena… Eso nos llevó a pasar desapercibidos por apostar por las canciones y no por la moda o el éxito. Pero al final, el tiempo nos ha puesto en el lugar que yo creo que nos corresponde por nuestra obra y nuestra trayectoria. Y estamos muy orgullosos de que en cada uno de nuestros discos puedas encontrar grandes canciones”. Grandes canciones que son ya más nuestras que suyas, que son coreadas por las nuevas generaciones como si se acabaran de escribir. “A veces los componentes del grupo (Jesús, Ramón, Juanjo, Santi…) hablamos de interpretar otras canciones en nuestros conciertos. “Es que esta mola mucho”, decimos. Y sí, molan mucho, pero es que hay algunas que no pueden salir de nuestro repertorio porque el público las pide y las espera. Y nos debemos a ellos, les somos leales. Yo no soy capaz de, a alguien que ha venido a vernos y ha pagado su entrada y nos ha dedicado un tiempo, no darle eso que espera. No quiero que les pase lo que me pasó a mí con Van Morrison, que pagué 15.000 pesetas de entonces para verle, que para mí era una pasta, y se cantó todo el último disco, que yo no conocía, y ni uno solo de los temas que admiraba. Algunas de nuestras canciones son ya clásicos. Son de nuestro público, no nuestras”.
Jamás se olvida de Enrique (“eso sería vergonzoso”), que no deja de aparecer durante toda nuestra conversación (es Álvaro un excelente conversador, alguien con quien no dejarías de hablar jamás), y es uno más del grupo aun hoy: “Mi hermano te llegaba con cuatro canciones y solo podías pensar “qué cabrón”. Aparecía con una guitarra española y, mirando al suelo de pura vergüenza, te presentaba lo que tenía entre manos, que era una obra de arte en potencia. “La calle del olvido”, “Ojos de gata”, “Déjame”… Todas las descargas de emotividad que nos soltaba, nosotros, con la mente más musical, la transformábamos en su mejor versión. Aliados y complementarios, para sacar de eso todo lo que podía llegar a ser, éramos sus escuderos. A veces se empeñaba en que fuera más lenta o en hacerla en un tono más bajo y nosotros le decíamos que no, le convencíamos de que era mucho mejor nuestra opción. Formábamos un gran equipo y a día de hoy sigue siendo parte del grupo”. No podía ser de otra forma.
Secretos de familia
Javier Menéndez Flores
Cuatro décadas derramándose como la sangre de una herida imposible de cerrar. Porque de eso van justamente sus canciones, que hermanan a los congéneres más diversos: de corazones en fase terminal. De vidas que mantienen la verticalidad gracias al recuerdo de los días mejores. De reinos perdidos a doble o nada. De una desolación de titanio que sólo se puede contrarrestar subiéndose a un escenario y gritándola con la furia del que ha estado en todos los frentes y guarda una memoria vivísima de cada batalla, cada cicatriz, cada derrota.
Los Urquijo, fundadores de una célebre fábrica de tristeza llamada Los Secretos, tienen en Álvaro a su último eslabón. Javier saltó de la nave antes de que ingresaran en la leyenda y Enrique no la abandonará jamás, a pesar de que han pasado 20 anchos años de su muerte. Pero los negocios familiares exigen conservar la cabeza helada, fíjense si no en los Corleone, y únicamente al bajar la persiana, frisando el alba, el benjamín de la saga puede permitirse el capricho doliente de detenerse en ciertos rostros y nombres. En los lugares a partir de los cuales se fue fraguando una biografía que tomó recodos imprevistos, como la de todos nosotros. Porque, incluso para el notario o el asesino, cada nuevo día es un abismo de incertidumbres.
Suena “Déjame” o “Pero a tu lado” a cualquier hora y en cualquier sitio: en un bar de carretera en el que vuelan el café y los churros, o en un antro sin nombre en el que la cerveza tiene un sabor sospechoso y el camarero nunca te mira a los ojos. Y sin darte cuenta estás cantando mentalmente esa historia que casi parece escrita por ti, de tantas veces como la has escuchado y vivido. Supongo que eso es ser un clásico en vida: que todos se sepan las letras que inventaste como si fueran el Padrenuestro, igual que si llevasen su firma.
Hoy, cuando el aplauso general maquilla la mueca, cuando los recintos se llenan y los padres y los hijos corean, juntos, unos estribillos con espinas, parece que todo el monte fue orégano y toda nueva canción, un peldaño ascendente. Pero el sendero tuvo mucho más de borrasca constante, sin el calor de los grandes sellos y con un infierno en forma de paraíso artificial siempre al acecho.
Qué fácil resulta ahora imaginar a Álvaro, el mascarón de proa de esos Secretos a voz en grito, como al boxeador veterano o al cirujano con un millar de operaciones a la espalda: afilando sus armas en un ritual entre aristocrático y calmo, sin que sea posible advertir en sus movimientos la más leve imprecisión, el menor titubeo, un adarme de duda. Los gritos, ahí fuera, en ese escenario que es igual que un toro temible al que hay que saber llevar, lo ocupan todo, y toca embridar los nervios y concentrarse en una imagen concreta mientras la cabeza repasa unos textos que han sido entonados tantas veces como esa boca se ha lavado los dientes, y que la masa coreará en toda su extensión. Canciones confeccionadas con un indestructible hilo de fatalidad, con una dosis extra de dolor. Con ese perfume de mundo en ruinas que exudan las piscinas en invierno. Pero son esas y no otras las que consiguen iluminarnos como si nos hubiéramos tragado el sol.
Álvaro Urquijo, el último heraldo de la celebración de los amores en parada respiratoria. Que los dioses le den larga vida y ustedes lo disfruten al máximo. Porque las estirpes condenadas a medio siglo de nostalgia no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.