Leopoldo II de Bélgica: un rey con el manual del sátrapa
El monarca ideó un sistema de explotación donde la tortura y las ejecuciones estaban sistematizadas
España arrastra una leyenda negra curiosa. No tanto por la verosimilitud, que no la tiene, sino porque sirve para tapar la historia vergonzosa y más reciente de otros países europeos. Mientras el Reino Unido, por ejemplo, presionaba a España hasta la extenuación para que eliminase la esclavitud en Cuba y financiaba a Simón Bolívar, permitía el genocidio indonesio a manos de Holanda, o de congoleños por obra y gracia de Bélgica.
He aquí que el rey de Bélgica, Leopoldo II, tuvo una ocurrencia. ¿Por qué mi país no puede tener una colonia? ¿Es que no merezco ser emperador? Pensó primero en Argentina, pero era un avispero lejano. Luego consideró las Filipinas, pero los españoles pusieron un precio imposible. Antes la honra que los barcos, que diría Méndez Núñez oliendo todavía la pólvora del bombardeo de El Callao. Así que Leopoldo II puso sus ojos sobre la cuenca del río Congo. Pero África era la perla de las potencias europeas, un territorio en plena explotación, y la flota belga daba menos miedo que las barcas del Retiro. Sin embargo, Holanda, un pequeño país, había conseguido tener presencia en medio mundo. Así que Leopoldo, que tenía tiempo y dinero, viajó a Ceilán, Birmania e Indonesia. Tras pensarlo, vio que el sistema holandés en Java era el que más le gustaba.
Holanda, el modelo de Leopoldo, explotaba los recursos de Indonesia hasta el punto de constituir un tercio de su renta nacional. El trabajo era esclavo o semiesclavo en cultivos de azúcar, café, té, nuez moscada o pimienta. Los nativos eran una raza inferior, apenas animales de carga. Esto solo se mantiene si hay un puño de hierro; es decir, si se aplasta a sangre y fuego cualquier protesta. Los resultados: 200.000 muertos en la Guerra de Java, entre 1825 y 1830, y otros 100.000 en la Guerra de Aceh, ocurrida desde 1873 a 1914. La colonización se envolvía en civilización, lo que resultaba turbio si se consideraba que había una jerarquía de razas. Blancos, arriba; negros, abajo. Así, Leopoldo II reunió a una sociedad geográfica, y anunció que iba a civilizar el río Congo, un lugar salvaje repleto de gente que vivía Dios sabe cómo. Alemania dio el visto bueno en 1885. Bismarck deseó a Leopoldo todos los éxitos en su noble empresa. Parece una aventura del profesor Challenger, el personaje de Arthur Conan Doyle, pero no. Por cierto, Leopoldo contrató a Stanley, el explorador, como intermediario con los jefes de las tribus congoleñas. Vivir para ver.
Lo primero era que las buenas gentes del Congo comprendieran la importancia de trabajar. Eran una «raza compuesta por caníbales», escribió el rey belga, y era perentorio, además de no distraerse a la hora de comer, «hacerles comprender el aspecto sano del trabajo». Para que los congoleños lo entendieran bien creó unas fuerzas del orden que obligaron a la gente a recolectar todo lo que tuviera algo de valor, como el caucho o los colmillos de elefante. Los medios de coacción eran los propios del manual del genocida: ejecuciones, mutilaciones, encarcelamiento, e internamiento en campos de trabajo. Por cada bala empleada por un soldado se les exigía que presentaran la mano cortada a uno de los rebeldes muertos.
Luego, Leopoldo, tras apropiarse de las personas, decretó que se quedaba con todas las tierras que no estuvieran habitadas, lo que le dejó una propiedad de 60 Bélgicas. Todo esto se hizo de forma planificada para engordar la cuenta de resultados de las compañías explotadoras creadas por el propio rey belga. Vamos con las cifras. Algunos autores afirman que cuando Leopoldo II puso sus ojos en el río Congo su población podía estar en los 20 millones de personas. Más o menos como España en esa misma época. Cuando dejó el «Estado libre del Congo» en manos del Estado belga, en 1908, la población se había reducido a la mitad. Un cálculo rápido y frío: 23 años de ocupación tocaron a medio millón de muertos al año. Quizá sea exagerado porque no había censo, pero, aunque ya fuera la mitad de la mitad sería un genocidio.
No murieron por unos virus llevados sin intención, como ocurrió en la América española, sino por una eliminación planificada para sacar un rendimiento económico. Los aborígenes no tenían derechos ni se beneficiaron de las infraestructuras construidas, de Universidades, hospitales y carreteras, ni hubo una clase mestiza, ilustrada y emprendedora. Solo colonos y explotados. ¿Se imagina que España hubiera hecho esto mismo con la población aborigen americana, vamos, como hizo Estados Unidos con los pueblos del norte?