Fosforito, la voz más pura del flamenco
Alejandro Fernández se adentra en la historia del flamenco a través de una figura que conoce muy bien, la de su padre, referencia absoluta en el cante y protagonista del documental «Fosforito, una historia de flamenco»
Independientemente del color de la voz o la fuerza que se tenga, para cantar como Fosforito hay que nacer con una condición especial, única en su especie. Solo así se puede «entrar en el espíritu de cada cante, dar el corazón y que duelan las entrañas». Lo explica un cantaor que, «cuando aprieta los puños con fuerza en el remate de un cante, trata de retener el alma que se le escapa con el grito». Son las palabras con las que comienza el enésimo y merecido homenaje a don Antonio Fernández Díaz «Fosforito» (Puente Genil, 1932). Reconocimiento que no viene en forma de medalla o premio, sino en la del documental que firma su propio hijo Alejandro, «Fosforito, una historia de flamenco», una cinta que vio la luz en el pasado Festival de Málaga y que ahora recorre España de proyección en proyección. Entonces, el protagonista tenía 84 años y «hace diez que no canto», afirma ante la cámara. Sin embargo, la sentencia va con trampa. No canta en público, pero sí en privado. Cuando Miguel Poveda le pregunta si lo echa de menos, Fosforito se confiesa: «No, ya no. Tengo la guitarra en mi casa. Canto cositas, pero pa’ mí».
Fue precisamente Poveda el que presentó al maestro en otra veneración. Aquella fue en Puente Genil, su tierra natal, en el Festival de Cante Grande «Fosforito» de 2016: «Estamos aquí para decirle lo mucho que le queremos y debemos en el mundo del flamenco, infinito. El puntal tan fuerte que es para la gente de mi generación y las que vengan, incluso generaciones anteriores. Es un ser importantísimo. Un Dios dentro del flamenco. Gran artista, cantaor, ser humano...».
Un mito que fue el quinto varón de una familia de ocho hermanos. Nació en 1932 y ni la «Guerra Incivil», como él la llama, les quitó las ganas de dar palmas. «En mi casa, aunque hubiera un guiso de hojas de rama había una fiesta, un compás, un cante». Dice que sus genes venían predestinados por un primo guitarrista, un abuelo cantaor y por su tío político. Pero también, claro, por su padre, cantaor, torero aficionado, banderillero, «piconero» en Sierra Morena y, al final, pintor de brocha gorda. «Cantaba bien, especialmente, por soleá». A Fosforito le tocó vivir la posguerra, «tiempos difíciles», añade. «Vivíamos en la calle y cuando llegaban de madrugada los hortelanos dejaban sus carrillos. Dormía ahí y a las ocho cantaba un fandanguito buscando una pesetilla», recuerda en el documental. Era un niño buscavidas en unos años en los que el flamenco se ganaba los cuartos entre las ferias de ganado y otros ambientes festivos. También lo intentaban en las sesiones continuas de los cines, «cinco, seis, siete cantes después de la película y, según la gente que entraba, el empresario nos daba unas pesetillas».
Era la forma de sobrevivir a pesar de que «decir que eras flamenco era casi un delito», explica el escritor, periodista y biógrafo de Paco de Lucía, Juan José Téllez: «En una ocasión fue detenido en el Puerto de Santa María. Era un niño y pasó una noche en el calabozo. Le debieron de ver muy mala pinta». Pero, sobre todo, era un niño precoz que aprendió a vivir entre «peligros horrorosos –en boca de Fosforito–. Te metías en una fiesta y podía pasar de todo porque la gente se exaltaba de por cualquier cosa. De ahí la leyenda negra del flamenco. Era un pecado. Un flamenco era un ser peligroso, bronco, borracho...». Bien lo sabe Juan Habichuela, su guitarrista inseparable: «Nos miraban por encima del hombro».
Todo ese camino pedregoso fue tallando a un cantaor que encontró una etapa clave en su servicio militar, donde se familiariza con las alegrías de los cantos de los puertos. Siendo cabo, comía en el cuartel y, después de la comida se iba a Cádiz a cantar por la noche. «Pasé mucha fatiga. Tenía una afición enfermiza y mucho interés por todos los cantes y todos los sones –añade–. Hasta formarme yo mismo y encontrar mi propio sonido». «Cuando tamiza todo eso se convierte en el gran transmisor de todo lo que ha recogido de los maestros, pero da su personalidad y da sentido a ciertos cantes», explica Manuel Curao, flamencólogo y periodista. Nunca pretendió imitar a nadie, solo dejarse llevar desde el conocimiento de todos los palos posibles. Respetaba la tradición como nadie, pero no para copiarla. Pasaba cada uno de los cantes por el tamiz de sus registros para restaurarlos y mejorarlos.
Pero todo ese torrente que se venía estuvo a punto de perderse por una hernia epigástrica. Una pérdida de sangre importante le dejó anémico y abatido. «Llegué al pueblo derrotado como cantaor sin posibilidades». Por ello, el Ayuntamiento de su pueblo, «donde presumo de ser profeta y del cariño de la gente», acordó en un pleno de 1955 comprarle una guitarra. Sin voz, este instrumento podía ser una buena salida, y con las clases del guitarrista Manuel Santos, todavía más. «Me tenían afecto y no querían que el artista que veían en mí se perdiera». Y no se perdió. El vigor en los dedos fue subiendo hasta que, primero, con tarareos y, luego, con su voz se fue encontrando. La recuperación fue tal que en el Concurso de Cante Jondo de Córdoba de mayo de 1956 iba a suponer su salto definitivo a la profesionalización. «Tuve fortuna». Arrasó. Se consolidó como un valor indiscutible y es entonces cuando Antonio Fernández Díaz se convierte en «Fosforito», como su padre. Tenía 24 años y se iba a convertir en la voz más pura del flamenco. La referencia.
Eran tiempos de transición entre las compañías y los tablaos, y el cantaor iba a llegar a Madrid, donde conocería al dueño del Corral de la Morería, Manuel del Rey: «Estaba Fosforito y, luego, los demás», cuenta en la cinta su viuda Blanca, junto al protagonista: «A mi marido le fascinaba el timbre de tu voz, verdadero, no era un falsete. Era pura flamenca, la de pecho, la natural». Estambul, Persia, El Cairo, Líbano, Damaso... Se abrieron todas las plazas del mundo al flamante ganador del Cante Jondo, pero al llegar a Madrid, sabía que su sitio estaba en la Morería. Allí hacía las delicias del respetable. «Lo seguíamos como si fuera Alejandro Sanz. Estábamos locos con él», se confiesa Curro Albaicín. Era el gran ejecutor. Otros también podían conocer los diferentes estilos, pero nadie los dominaba como él. Solo necesitaba al Habichuela al lado. Nada más. Ellos dos se bastaban para ir de bolo en bolo sin producción, ni conductor, ni siquiera palmero.
Y fue a finales de los 60-principios de los 70 cuando llegó su etapa con Paco de Lucía. El súmmum. Nada que ver a lo que este hacía con Camarón, pero es que el guitarrista también quiso estar junto a Fosforito. «Juntos grabaron una de las mejores antologías que se han hecho del cante», afirma Manuel Curao, flamencólogo y periodista. Fue «la etapa donde mejor se refleja la querencia del cantaor por el pasado y la convivencia con la innovación y el espíritu reformista», añade Juan José Tellez, biógrafo de De Lucía. Capaz de clavar más de 50 cantes diferentes, Antonio Fernández Díaz tenía la virtud de estudiar y después ejecutar como creía que se debía hacer. Y lo clavaba de tal modo que todavía hoy es la referencia para artistas como Esperanza Fernández, cantaora: «Tiene la vocalización perfecta. Cuando necesito pulir un cante me lo pongo»; o Arcángel: «Cuando uno se encuentra perdido es la enciclopedia perfecta». Piropos ante los que el propio Fosforito asume que tiene «un sello distinto», aunque «luego la calidad de la interpretación la valora otro, que no es cosa mía».
Y no solo en la voz está el fuerte de Fosforito. Para todo un Premio Príncipe de Asturias (1984), como es el poeta Pablo García Baena, «tiene la hondura y, a la vez, la poesía. Esa cosa que solo el pueblo ha sabido cantar y unir. El drama interno es de lo más distintivo del flamenco y eso lo ha sabido ver Antonio cantando y haciendo letras».
Porque Fosforito nunca fue de medias tintas. No se «tangaba». Podía estar mal de la garganta que él lo daba todo. «Tu das el corazón y la gente lo percibe», afirma. Sin embargo, llegó un momento en el que ya no pudo más. «Hay que morir con las botas puestas y si tienes la mala suerte de estar un poquito resfriado o alergia vas arrastrando las penas». Por ello, el 21 de septiembre de 1999 Fosforito anunciaba la retirada, pero solo de los escenarios... Porque en conferencias y demás actos, no puede «controlarse».