A mí me salvó la música de gasolinera
De Manolo Escobar y Juanito Valderrama a Camela y Chimo Bayo: la mejor tienda de música (y muchas veces la única) era una estación de servicio
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En «Alta fidelidad» (Nick Hornby), el universo se abre en una tienda de discos de Londres. En Lorca (Murcia), Juan Sánchez Porta (1989) se asomaba a la fantasía del escaparate de una gasolinera como puerta de acceso a la cultura. «Mi madre tenía una floristería y justo al lado había una gasolinera y enfrente un puticlub. Por las tardes me iba con ella a la floristería por no quedarme solo en casa y me acercaba a la gasolinera a merendar. Me compraba mi donut y me ponía a mirar los expositores de cintas. Eran portales a un mundo alucinante –recuerda el artista plástico y escritor–. Todo lo demás era un descampado junto a una carretera nacional y yo me pasaba toda la tarde mirando el universo ’'kitsch’' de las revistas: de la ’'Super pop’' a la ’'Maxi Tunning’' o la ’'Vale’'. Con todo eso y con la televisión me eduqué», cuenta el autor de «Dame más gasolina. Un recorrido por la música de gasolinera» (Libros Cúpula) que acaba de publicar. Un homenaje al establecimiento como género en sí mismo, el local de venta como templo y el casette como símbolo. Un libro, por cierto, que bien puede servir a «millenials» que no acaben de comprender de qué va C Tangana o Rosalía.
El imaginario colectivo
Mientras Alberto Olmos escribió que el Vips era la mejor librería de la ciudad, afirmación que es una pura «boutade», en cambio nadie puede discutir que las gasolineras han hecho por la música popular en España tanto o más que El Corte Inglés. Y en los años 70 y 80, en las zonas rurales, quioscos y gasolineras podían llegar a ser un salvavidas. Cuando a Kurt Cobain le dijeron que Wal-Mart no iba a distribuir el «In Utero» de Nirvana porque la portada les parecía de mal gusto, accedió a lo que nunca le había permitido a ningún ejecutivo discográfico: cambió la imagen por otra. Él sabía cómo era crecer en un pueblo: el único oxígeno cultural le llegaba desde los grandes almacenes. «Para mí, la gasolinera era mi biblioteca, era mi archivo –dice el autor–. Es la música con la que me he criado, pertenece a mi identidad y no solo mía, hay mucha gente que ha crecido igual. Pero es que si revisas lo que se cocía por entonces, te das cuenta de que fuera de los circuitos oficiales había verdaderas joyas. Música superventas consumida por la clase popular, que triunfa sin la aceptación de la crítica ni el apoyo de los medios. Es música denostada, asociada a lo marginal, al mal gusto, a lo chabacano. Pero que ha forjado la identidad y el imaginario colectivo de la identidad cultural española». Arrancamos.
Para desarrollar todo su proyecto creativo, que supone algo así como extraer metal precioso de las simas de la cultura española, Juan Sánchez creó el sobrenombre Oro Jondo. «Vine a Madrid a estudiar Bellas Artes en 2008, en plena eclosión del gafapastismo. Mis compañeros en clase hablaban del cine de Hanecke y yo la última peli que había visto era ’'A todo gas’', así que me venía el sentimiento de inferioridad porque mis referentes eran otros. La gente iba a museos y yo solo había visto los cuadros de bodegones de las casas de mis tías y de los restaurantes. Sentía que no pertenecía y me fui empapando del arte con mayúsculas sin perder de vista mi formación. Y al final me he nutrido de ambas culturas, de la alta y la baja, aunque yo no creo que haya diferencias, eso es clasista. No hay que juzgar a nadie por sus gustos. Cada uno ha tenido acceso a lo que ha tenido».
Y en las gasolineras fue como Oro Jondo descubrió la copla y sus monumentales mujeres. El flamenco y el flamenquito, la rumba y la techno rumba, las baladas y el bakalao. Porque en la categoría de éxitos de gasolinera caben ámbitos infinitos de estética. Heavy, copla, divas del pop, canción de verano, recopilatorios de «mákina», rock urbano, internationally divas, estrellas de la televisión, e incluso chistes de Eugenio y de Arévalo de un humor tan poco perdurable como la palabra mariquita. En este artículo no caben todos, pero Juan Sánchez abre el cajón de sastre con el epígrafe de «españolear», en el que, en pocas líneas, presenta los perfiles de Manolo Escobar («Y viva España» es el disco más vendido de la historia de España entre 1973 y 1992), Juanito Valderrama («El emigrante» fue abrazada por el franquismo pero Valderrama se alistó en la Guerra Civil en un batallón de la CNT), Antonio Molina («que tuvo una ’'sugar mami’' y fue mataor, cocinero, presidiario y... minero») y El Príncipe Gitano (que triunfó por la increíble versión de «In The Guetto», pero en realidad era autor de «El Porrompompero», «Tengo miedo» y «Obí, Obá, cada día te quiero más» con las que triunfaron otros). Obviamente, no se puede «españolear» sin dos conceptos principales: «melocotonazo» y «mandanga», las dos supremas craciones de El Fary, un hombre cuya trayectoria fue de taxista a cantante y a actor de «Torrente». No era el prototipo de hombre moderno, desde luego, pero pasó una noche con Ava Gardner. Vamos, que la llevó en el taxi a un local de flamenco y la entregó en su casa de madrugada. En «españolear» caben Nino Bravo, Camilo Sesto y Julio Iglesias, estos sí, plenamente integrados en el «mainstream» de su época. Frente a este capítulo en el que se yergue un hombre castizo, Sánchez reivindica el territorio más fértil de la copla, que, aunque en apariencia se situaba en las mismas coordenadas, era bien distinta: «No hay más que ver a esas mujeres, cómo se visten y lo que cantan. Frente a ’'No me gusta que a los toros te pongas la minifalda’' está el ’'hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo’' de Rocío Jurado, que es toda una denuncia para la época. Se sale del ideal del franquismo para hablar de lo que hay. Rocío Jurado y Lola Flores eran empresarias y poderosas. Su vida es una declaración de intenciones», asegura. Sara Montiel, Marifé de Triana, Marujita Díaz... y Falete, todos, con su breve reseña biográfica y un código QR de obligado visionado que conduce a documentos dignos de la «dark web» de nuestra memoria.
Breve historia de la música
Todo el universo lírico con plomo y sin plomo gira en torno a la entonación flamenca y en las estaciones de servicio se permitían las mayores herejías del género. Puede decirse que eran el gran espacio de libertad frente a la ortodoxia, el «underground» flamenco, el ecosistema que enlaza Bambino, Los Chichos y Las Grecas con la Húngara. Pero la lista es inagotable: Los Amaya, Porrina de Badajoz (con su look «gangsta flamenco»), María Jiménez, Peret, Gipsy Kings, Los Manolos, Los Calis y por supuesto, Camarón pre-«La Leyenda del tiempo». Una línea que lleva por un lado a El Junco, Parrita, Manzanita o Chiquetete, y después a El Barrio, Estopa y a los verdaderos iconos del género, Camela. Forman, todos los anteriores y muchos más, la España real frente a la Movida, que, según el autor del libro, eran incluso menos rompedores. La tecno rumba o la escena del techno valenciano son el siguiente episodio: Chimo Bayo fue el exponente de una Ruta Destroy que desembocó en un género tan puramente español como las jotas. La cultura «bakala» y las cantaditas dieron lugar a centenares de discos recopilatorios y a New Limit o Rebeca. En los 90, llegaron los recopilatorios: Sonia y Selena, King Africa y todo el fenómeno del “mergamix”, que merece su capítulo aparte. Desde las marcas internacionales como el “Ministry of sound” al “Currupipi Mix” (recordamos que Currupipi era el nombre del tigre de Jesulín de Ubrique. De nada). En una fase posterior, renacieron los rompepistas del amor veraniego: David Civera, Raúl, Ricky Martin y Chayanne formaban parte de un “melting pot” en el que aparecieron Las Ketchup, Coyote Dax, Zapato Veloz y aquel cohete espacial que se llamó “La Macarena” de Los del Río. “Algunos han envejecido realmente mal -dice Sánchez-. Pero otros son auténticas joyas que estaban esperando a que nos liberásemos de prejuicios. Yo no creo que hubiese un ’'apartheid’' cultural, sino que los que tenían el altavoz de los medios o de la crítica sencillamente no les interesaban este tipo de artistas, preferían algo que se pareciese a lo extranjero, como la Movida. Así que hacía falta que dejase de avergonzarnos lo nuestro. Y también un poquito de sentido del humor», dice el autor del libro.