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Georgia O’Keeffe, la gran pintora moderna norteamericana

El Museo Thyssen cumple un viejo sueño y presenta una muestra monográfica de la artista estadounidense a través de 90 cuadros en los que prima su amor a la naturaleza
.La Razón

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Más de dos décadas ha estado el Thyssen esperando este momento. Esperando a que Georgia O’Keeffe, o al menos sus obras, pudieran colgar de sus salas en una exposición monográfica. Las cinco piezas de la artista que pertenecen a la colección permanente del centro –más que ningún otro museo fuera de Estados Unidos– despertaban en el equipo directivo el deseo de recuperar una figura que marcó una auténtica ruptura con la tradición de su país debido, principalmente, a su originalidad. «Muchos años en nuestra lista de deseos», reconocen.
Y es que desde que hace ya casi veinte años la Fundación Juan March le dedicara su atención, O’Keeffe ha estado inédita en nuestro país... hasta hoy, cuando Marta Ruiz del Árbol comisaría una muestra de 90 piezas, y en colaboración con el Pompidou de París y la Fundación Beyeler de Basilea, que profundiza en aquella viajera incesante que se movió desde las praderas de su Wisconsin natal a las llanuras de Texas, desde el paisaje artificial de los rascacielos de Manhattan hasta el horizonte del sudoeste americano; ya fuera recorriendo a pie el Nuevo México que le atrapó para siempre o sobrevolando el mundo entero. Desde lo alto del avión, el planeta se sintetizaba de la misma manera que ella hacía con la realidad en sus cuadros.
Georgia O’Keeffe (1887-1986) se cansó de haber «crecido como todo el mundo», confesaba a principios de los años 20: «Me dijeron que no podía vivir donde quería ni hacer lo que quería». Incluso en su formación artística le marcaron las pautas y, por eso, «sería estúpido no hacer lo que quiero». Fueron los orígenes rebeldes de una mujer libre que, «desde el inicio, hizo las cosas a su manera. Se separó del camino establecido», comenta la comisaria. El objetivo de la estadounidense era expresar con «colores y formas» todo aquello para lo que no tenía palabras, incluido un dolor de cabeza si era necesario.
Siempre quiso ser pintora, desde que era una niña y correteaba por la granja en el Medio Oeste, y con los años se destaparía como pionera de la abstracción y de la modernidad de Estados Unidos cuando su país buscaba caminos propios de expresión que se alejasen de los modelos europeos –entonces, el otro lado del Atlántico no era el epicentro artístico actual–. Aun así, y aunque tardase en conocerlo en primera persona –no salió de su país hasta los 63 años–, O’Keeffe sí miraba al Viejo Continente, en buena medida, por los orígenes de su pareja, Alfred Stieglitz.
Fue esa apertura de miras la que hizo de ella una de las creadoras más célebres de su tiempo. Ruiz del Árbol no se corta: «Es la gran pintora moderna norteamericana». Y quizá por ello logró algo no tan normal hace un siglo como es vivir holgadamente de su arte. Un hecho poco obvio por aquellos tiempos y pese a que algunos amigos (hombres) la invitaban a dejar el esfuerzo a un lado porque, como mujer que era, y siendo generosos, iba a terminar dando clase en alguna escuela de arte. Erraron en sus predicciones. O’Keeffe necesitaba moverse y conocer mundo para, luego, plasmarlo en unos lienzos en los que la frontera entre la abstracción y la figuración parece haber desaparecido. «Es todo un universo de formas y colores que sorprende por su valentía», añade la comisaria.
Cuenta Ruiz del Árbol que el inicio de la muestra, que estará en el Paseo del Prado hasta agosto, fue destapar el impulso viajero que trajo a la artista a España en 1953 y 1954, cuando repitió. «¿Por qué empezar a moverse con más de sesenta años?», se preguntó. No tardó en dar con la respuesta: «Su infinita curiosidad e interés por lo desconocido hizo que nunca dejara de viajar; primero, por Estados Unidos y, más tarde, tras su paso por la Península, por todos los continentes».
Exploraba el mundo con el ritmo pausado del caminante. No necesitaba más que sus piernas y un cuaderno para ir tomando notas de lo que el planeta le ofrecía. «La mayoría de la gente en la ciudad corre de un lado a otro y no tiene tiempo para mirar una flor. Quiero que la vean quieran o no», afirmaba O’Keeffe en 1963. Entre otras, por eso hizo de las flores uno de sus temas más recurrentes. Amapolas, lirios o narcisos comparten espacio en su obra con otros objetos que la naturaleza ponía a su disposición; hojas, conchas o piedras que recolectaba en sus caminatas para inmortalizarlas más tarde. Unas veces el interés de la pintora era abstraerse de la forma natural; en otras, por el contrario, el enfoque es nítido y hasta con un encuadre digno de una ampliación fotográfica, disciplina que conocía ampliamente por la profesión de Stieglitz.
Así, la exposición del Thyssen-Bornemisza recibe al espectador con un muro de adobe redondeado como los que O’Keeffe se encontró en Nuevo México. Pero pronto el recorrido se traslada a los primeros carboncillos y acuarelas de la pintora. A esas piezas en las que, entre 1915 y 1916, renunció al color para expresarse con un lenguaje propio y «separarse de todo lo que le habían enseñado. Comienza a plasmar experiencias visuales como sonidos o pensamientos», defiende la comisaria de una sección en la que «prima la técnica». No tardaría en llegar el azul y, definitivamente, la explosión de todos los colores. Primero con la acuarela y luego con el óleo, llevaría al arte su devoción por el paisaje de Texas. Buena muestra de ello son dos cuadros que se separan casi cuatro décadas, aunque comparten la misma esencia: «Desde las llanuras» (1919) y «Desde las llanuras II» (1954), uno, en tonos fríos y, otro, todo lo contrario, como contraste de los extremos térmicos de la tierra.
En Nueva York continuaría con esa obsesión por el paisaje. Así que la tercera sala de la muestra recoge la disparidad entre los rascacielos y los retiros rurales en el Lago George. Pese al ruido de los grandes edificios, O’Keeffe no deja de ser una «pintora de la naturaleza», en definición de Ruiz del Árbol: «Cuando recrea la ciudad es un periodo muy concreto», pero, a su vez, muy reconocible. Aprovecha la arquitectura como trampolín para llevar al visitante del cuadro hacia arriba, al cielo, a la Luna... En definitiva, la naturaleza dentro de la urbe moderna. Las propias farolas son el reflejo de la Luna de Manhattan. El sol se come los rascacielos en sus cuadros. La naturaleza se come a la obra del hombre. El asfalto no llevó a O’Keeffe a perder su gusto por los paseos. Ni siquiera en las peligrosas noches neoyorquinas. Prefería esas horas por evitar a los viandantes y estar a solas con una ciudad que se recoge en sus cuadernos de apuntes mediante bocetos de la cúpula del edificio Chrysler o un esquema del Nueva York nocturno.
Pero, mucho más que la Gran Manzana, hay un viaje fundamental en la vida de esta artista: el de Nuevo México. Queda prendada de la herencia hispana que va más allá de la lengua de las calles o los nombres de las ciudades. También está la religión católica que encuentra diseminada por el paisaje. Cruces penitentes que también hace propias. «Cuando llegué a Nuevo México supe que era mío. En cuanto lo vi supe que era mi tierra. Nunca había visto nada parecido, pero encajaba conmigo exactamente». Fueron las expresiones culturales genuinas y muy ligadas a lo natural lo que le atrapó. Tras sus escarceos con los rascacielos –la única referencia humana de su obra– O’Keeffe vuelve a poner los pies en la tierra a través de huesos, flores, hojas...
Exploró el paisaje en bsuca de colores y formaciones geológicas imponentes; y todavía hoy los guías turísticos de la zona acuden a sus cuadros durante los «tours» para demostrar que esas colinas rojas, negras y blancas que dibujó son una realidad. Fue en este lugar donde se dio cuenta de que, si quería conocer hasta el último detalle, debía ser independiente y que eso solo lo lograría con un coche. Así que se hizo con uno y lo transformó en su taller con ruedas. Sin miedo a acampar hasta en el corazón de las tinieblas, el sitio más árido e inhóspito del Estado, sin agua ni sombra: el «Black Place» navajo que, por supuesto, O’Keeffe también se atrevió a pintar.
  • Dónde: Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid. Cuándo: hasta el 8 de agosto. Cuánto: 13 euros (entrada general).