Los escarceos de Alfonso XIII con Celia Gámez
El «duque de Toledo», como se hacía llamar el monarca, cayó rendido ante los irresistibles encantos de la actriz y bailarina bonaerense
Recuerdo una anécdota tan real como la vida misma que ejemplifica cómo el rey Alfonso XIII (1886-1941), valga la redundancia, utilizaba el seudónimo de «duque de Toledo» para pasar inadvertido en sus correrías sentimentales. Cierto día, un escritor norteamericano le presentó el esquema de una biografía que pensaba publicar sobre el rey de España en Nueva York. Alfonso XIII leyó atentamente cada uno de los capítulos que compondrían el libro. Y encontró uno titulado «Los amores del monarca». Levantó enseguida los ojos del papel y dijo, enojado: «¡Cómo! Esto no puede ser. El rey de España no tiene más amor que el de su esposa». El norteamericano sonrió y entonces, el rey añadió con sarcasmo: «Le insisto en lo dicho. Ahora, yo no sé si el duque de Toledo...».
Hijo y nieto de empresarios del teatro, Andrés Lozano, enamorado de la ópera hasta el tuétano, vivía su ancianidad en un edificio restaurado del viejo Madrid de los Austrias cuando yo le conocí hace algunos años. Fue él quien me reveló el seudónimo afrancesado que empleaba también Alfonso XIII para no dejar huella de sus escarceos amorosos: «Monsieur Lamy», se hacía llamar.
«Don Andrés», como le saludaba Antonio, el conserje, cada vez que entraba o salía por el portalón de su residencia, era una enciclopedia abierta sobre la vida cultural madrileña del primer tercio del siglo XX. A sus incontables lecturas y relaciones con personas ligadas al mundillo teatral y de variedades, se sumaban las increíbles vivencias de su padre, testigo excepcional de las tardes y noches del Teatro Real, así como de numerosas fiestas del silenciado Madrid aristocrático. Don Andrés vivía con una hermana suya y solía pasear solo con su bastón nacarado por la plaza de la Villa, en dirección al mercado de San Miguel, para dirigirse luego a la Plaza Mayor y desembocar en la de Puerta Cerrada, donde tomaba un cafelito con sus amigos de la «cuarta edad», como él los llamaba.
Un gesto pícaro
Cada vez que don Andrés hablaba del «Real», como denominaba al madrileño teatro de la ópera inaugurado por la reina Isabel II el 10 de octubre de 1850, seguía encendiéndosele la mirada. Él me contó con gesto pícaro cómo el «duque de Toledo» o «Monsieur Lamy», daba igual, cayeron rendidos ante los irresistibles encantos de la actriz y bailarina bonaerense Celia Gámez (1905-1992).
El padre de don Andrés estuvo en el Teatro Pavón la primera vez que Celia Gámez pisó un escenario en España. Poco antes, ella había llegado con su padre a Barcelona para solucionar un problema de herencia, como en las mejores familias. En el tren hacia Madrid, la joven de veinte años empezó a entonar canciones de su Buenos Aires natal. A su lado, en el mismo compartimento, viajaba una mujer que resultó ser la marquesa de la Corona. Curiosamente, ésta organizaba todos los años un festival benéfico que por primera vez iba a celebrarse en el recién inaugurado Pavón, en la calle de Embajadores. La marquesa quedó encantada con la voz de Celia Gámez y le propuso actuar en aquella gala. Fue así cómo Celia debutó luego ante el público español, presentada por el conocido tenor Miguel Fleta.
En el palco presidencial estaban Alfonso XIII y Victoria Eugenia, junto a la reina madre María Cristina y el general Primo de Rivera. Los tangos y canciones argentinas de Celia sublimaron al monarca, como sucedería luego con sus inolvidables chotis madrileños «Las taquimecas», «Tabaco y Cerillas» o «El Pichi».
Pepe Campúa, amigo del padre de don Andrés, contrató a Celia para actuar en el teatro Romea que él regentaba. Allí empezó a brillar de verdad «La perla del Plata», como era ya conocida. «Al Romea, situado en la calle de Carretas, iba precisamente Alfonso XIII a verla cada vez que podía, que fueron muchas, la verdad», me comentaba don Andrés. Y añadía, con aire de intriga, en alusión también al monarca: «Volvió para escuchar, anonadado, el célebre tango A media luz que le hizo repetir a la Gámez una y otra vez, en público y en privado».
El padre de Andrés la conoció ya entonces, cuando empezaba a hacer su tabla de gimnasia sueca todas las mañanas para mantenerse en forma. Media hora antes de la función, se empolvaba la cara en el teatro, tras retocarse el maquillaje. Esta operación llegaba a repetirla once veces por la tarde y otras tantas por la noche, cada vez que se cambiaba de vestido. Era muy coqueta. Y Alfonso XIII sucumbió así a sus encantos.