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La reputación de los soldados de los tercios españoles

Más allá de sus célebres batallas, «Soldados de los tercios», segundo volumen de la colección Cuadernos de Historia Militar, se adentra en aspectos tan poco conocidos como la vida cotidiana o la mentalidad de los soldados de la Monarquía Hispánica
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La imagen del soldado español del Siglo de Oro, bravucón, orgulloso y grandilocuente, de feroces mostachos e indumentaria llamativa, terror de mesoneros, alguaciles y villanos, pasó en su misma época a formar parte de los lugares comunes de la literatura y la sátira política. Sus ecos resuenan todavía en obras contemporáneas de renombre mundial como «Las aventuras del capitán Alatriste». En la creación de dicha imagen confluyeron el concepto que los propios soldados hispanos tenían de sí mismos, expresado en el género autobiográfico y en obras de tratadística militar, como también en otros géneros literarios, en particular la poesía y el teatro, que influyeron irrevocablemente en la imagen que los civiles se crearon del oficio de las armas. A su vez, el uso político que de los estereotipos nacionales hicieron los enemigos de la Monarquía católica, y en particular la Corona francesa, añadió otra dimensión al tópico del soldado español fanfarrón y pendenciero.
El caballero francés Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, progenitor del soldado español literario, se inspiró sin duda en sus experiencias junto a los soldados hispanos, puesto que en 1564 participó como aventurero en la reconquista del peñón de Vélez de la Gomera. Allí trabó amistad con numerosos capitanes y soldados españoles, con los que coincidió de nuevo en el sitio de Malta al año siguiente y a los que acudió a visitar a Nancy en 1567 cuando el ejército del duque de Alba, de camino a Flandes, atravesó la ciudad lorenesa.
Brantôme escribió a finales del siglo XVI una obra, «Discours d’aucunes rodomontades et gentilles rencontres et paroles espaignoles», que sentó las bases del tópico. El término «rodomontada» aparece como sinónimo de jactancia en el «Nuevo dictionario, o thesoro de la lengua española y flamenca» de Arnoldus de la Porte, publicado en 1659, y bebe del caballero Rodomonte de «Orlando furioso» (1532), a quien Ariosto caracteriza como «indomito, superbo e furibondo» (XIV, estr. 119, 868). Por su parte, Brantôme caracteriza a la nación española en conjunto como «osada, embravecida y valerosa, de espíritu ardiente y de hermosas palabras pronunciadas de improviso».
Las rodomontadas de Brantôme son un compendio de ingenio mezclado con fanfarronería. Por ejemplo, cuando el socorro español enviado por Felipe II desembarcó en la isla de Malta en 1565, el autor, que combatía al servicio de la Orden de San Juan, le preguntó a un soldado español con cuántos efectivos constaba el socorro, a lo que este, ni corto ni perezoso, le respondió: «Yo le diré: hay tres mil italianos, tres mil tudescos y seis mil soldados». Estos seis mil eran los españoles, claro, que se consideraban por encima de cualesquier otros combatientes en destreza y, por ende, pedían siempre ocupar al puesto de honor en la vanguardia y eran reacios a que los comandasen extranjeros.
Los ejemplos con que Brantôme pone de manifiesto el carácter presumiblemente violento de los soldados hispanos son numerosos. Así, uno se de ellos se habría jactado: «Estas son mis misas, que hacer acuchilladas y matar hombres, y quebrar las muelas a una puta”. También las rodomontadas contienen abundantes precedentes del arquetipo literario de don Juan, ya plenamente definido en la obra de teatro «El burlador de Sevilla y convidado de piedra» (1630) de Tirso de Molina. No escasean en el «Discours» soldados fanfarrones, que presumen de hazañas y adoptan actitudes de matasiete para seducir a las doncellas y damas de los reinos italianos, o que se jactan de sus dotes amatorias. Así, por ejemplo, cita a uno que le dijo: «No se habla de otro que de mi virtud, de mi gesto y hazañas, que me hacen temer de los hombres y amar de las mujeres, de manera que, paseando por las calles, todas tiraban a mi muchacho por la capa, y entendía ellas como por detrás le pedían: “¿Quién es este caballero tan bravo, y dispuesto, y hermoso? ¿Es este don Juan de Mendoza?”».
Ni siquiera los propios monarcas se libraban del carácter pendenciero de los soldados. Brantôme menciona algunos ejemplos que involucran al emperador Carlos V y a su hermano Fernando I de Hungría. Este llevaba el cabello largo, a la antigua moda, y durante una campaña contra los otomanos, un soldado español les chantó: «Sacra Majestad, te doy mis pagos, y hagas esquilar al hermano tuyo don Hernandes». Lejos de ofenderse, los dos Austrias se echaron a reír. En otra ocasión, mientras el emperador pasaba revista al ejército, un soldado exclamó: «¡Vaiate al diablo, bocina fea, que tan tarde sois venido, que todo el día somos muertos de hambre y frío!». Al igual que en el caso anterior, el monarca prefirió tomarse a guasa la insolencia del español.
Estos ejemplos de franqueza inusitada ponen de relieve que, como parte del elevado concepto que de sí mismos tenían los soldados hispanos estaba una presunta pertenencia al estamento nobiliario que se ganaba por el mero hecho de servir al rey, con quien entraban en comunidad. Una de las rodomontadas que cita Brantôme reza: «Pese a tal que somos hidalgos como el rey, dineros menos». O más bien, como escribió Alonso Enríquez de Guzmán, que combatió en Berbería, Mallorca y el Perú durante el reinado de Carlos V: «Yo llegué [a Nápoles] desnudo de ropa y de dinero, y vestido de presunción».

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