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Ibiza: el gran robo de la música electrónica

De los hippies a la cultura de club, no hay un lugar con un microcosmos musical igual en el mundo, pero, ¿ha vendido su alma la isla mágica? Un libro nos invita a revivir su pasado magnético
Cedida por Ulises Braun

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Walter Benjamin dijo en 1923 que Ibiza estaba muy bien, pero que no era tan increíble como la isla que había visto en 1922. A su juicio, algo del hechizo se había desvanecido, ya no molaba tanto, aunque Benjamin nunca jamás utilizase la palabra molar. La anécdota ilustra bastante bien el destino de la Isla que, desde puede que un siglo pero seguro que desde hace medio, tiene la sensación recurrente de paraíso perdido, como se cuenta en “Balearic. Historia oral de la cultura de club en Ibiza” (Editorial Contra), un volumen que recopila entrevistas con los testigos del germen de la música de club y su viaje al Hollywood del baile, obra de Luis Costa y Christian Len. Pero esta es, en parte, la historia de un expolio musical, sobre cómo unos jóvenes ingleses copiaron el estilo, lo empaquetaron como propio y se forraron con la cultura musical de la isla, representada por uno de los héroes anónimos de la historia, el DJ Alfredo Fiorito. Es tan claro que incluso tiene una fecha: el fatídico verano del 87 cuando cuatro británicos lanzaron un disco que era el robo de la cariátide musical y lo llamaron “Balearic”. Pero también hubo otro atraco con la segunda gran creación de esta historia, aunque esta vez sea una traición doméstica. Fue con el otro héroe de Ibiza, el recientemente fallecido José Padilla, el hombre que le puso música a la puesta del sol y que convirtió al Café del Mar en una marca multinacional. “Hay diez o doce libros sobre la escena de ’'raves’' en Inglaterra, pero no hay ni uno que cuente todo lo que ha pasado en Ibiza y no puede ser. Lo que pasa es que los españoles no nos interesamos por nuestra cultura”, dice Costa. Pero vayamos por partes.
Ibiza era de los lugares más pobres de España, que ya era decir, a principios del siglo XX. Las tierras de la costa no valían nada, porque era imposible cultivar. Llegan los dadá y los pensadores como Benjamin atraídos por la virginidad del paisaje y sientan las bases para que se acepte a los “beatniks” de los cincuenta, a los que darán el relevo los “hippies” de los setenta y la contracultura. La comuna ya lleva implantada varias décadas cuando aparecen las primeras discotecas. En los primeros tiempos son bailes de pueblo en los que conviven el payés con el alemán. También están las viudas que protegen a los melenudos que fuman hierba de las preguntas de la Guardia Civil. Durante los sesenta y los setenta, la libertad es total en Ibiza. ¿Cómo se explican las fiestas, el sexo, los porros a plena luz del día? Parece ser que el propio caudillo hacía la vista gorda con Ibiza. “Franco tenía una familiar que era lesbiana, que era amiga mía. No puedo decir su nombre, pero como no podía hacer sus cosas en Madrid, venía aquí”, recuerda Tanit, uno de los históricos de la escena.
En esa pandilla que escucha rock psicodélico y fuma hachís está Antonio Escohotado, que será el fundador de la primera discoteca moderna en términos de un local que presenta una idea artística de música grabada: Amnesia. En una Ibiza que no levanta tres plantas, también aparece KU, la otra gran fundadora de la escena. Con conceptos diferentes pero un espíritu similar, la fiesta reúne por igual a Roman Polanski con Grace Jones y Ron Wood, que coinciden en la pista de baile con gitanos, camellos, góticos, gays y hippies cuando se inauguran los ochenta. Fuman juntos en la pista de baile el mecánico y el millonario y la masificación es un concepto que no se concibe. En Amnesia se forma la comunidad europea antes de la Comunidad Europea. Por allí pasan fugitivos del horror: americanos veteranos del Vietnam, franceses que huían de la guerra de Argelia o que escapan de la dictadura argentina, como Alfredo Fiorito, primera gran leyenda de esta historia. Un ídolo y un gigante no reconocido. Fiorito es el espíritu de Ibiza. Un DJ con un estilo tan erudito como ecléctico. “Yo solo trataba de contar una película durante la sesión: esta canción de amor con esta otra, y luego un tema instrumental... eran como bandas sonoras de películas”, cuenta en el libro. Intercalaba música de series de televisión y jazz; ponía la “Pantera rosa” y luego una de una serie de policías. Era polimorfo y anárquico, un genio. Sin embargo, en aquellos tiempos, el DJ no aparecía en ningún cartel y la mesa de mezclas se colocaba donde no cabía una barra.
En Ibiza los DJ pinchan para turistas de todas las edades y procedencias así que aprenden a prescindir de los prejuicios. Y surge una escuela de pinchadiscos nativos: el citado Fiorito, Pippi, César de Melero, Nelo y Leo Mas fueron los cinco que, compitiendo y aportando cada uno lo suyo, modularon la música de Ibiza. Lo que hacen en sus sesiones es una mezcla de entretenimiento y educación. Traían temas insólitos, de lo más moderno a las bandas sonoras, de la electrónica más puntera al rock psicodélico. De la “zapatilla” a las atmósferas. Suena “Jíbaro”, de Elkin & Nelson, si quieren escuchar a qué se parece la noche de Ibiza. Tenían un vasto conocimiento de la música del que sus jóvenes admiradores británicos carecían. A finales de los 70, llega el éxtasis, que no será ilegal en España hasta 1984. Como recuerda Escohotado, los primeros que los sintetizan son las farmacéuticas americanas. “Lo patentan, pero no lo prueban y lo guardan hasta que Shulgin lo resintetiza y lo prueba y es cuando empieza a utilizarse como fármaco con gran éxito, aplicado a todo tipo de cuadros post traumáticos. Es mano de santo, eso seguro”. No son los veteranos de guerra los que lo traen a España, pero su entrada marca la escena musical, que entre los años 83 y 87 es una auténtica locura.
El diario “The Independent” publica una historia en primera página sobre Fiorito, el revolucionario artista, y sobre cuatro chicos ingleses que están allí alucinando con sus sesiones. Paul Oakenfold, Danny Rampling, Nicky Holloway y Johnny Walker, le copiaron absolutamente todo. Los temas, el estilo, todo. Trevor Fung lo grabó en un CD sin mención ni agradecimiento. Y le pusieron nombre: “Balearic” fue un éxito en Reino Unido. Leo Mas, compañero de Fiorito en las noches de Amnesia lo corrobora: “venían como locos a ver lo que estábamos pinchando. “Venían con papel y bolígrafo. Miraban los discos que poníamos y se iban a la tienda a comprar exactamente esos”, cuenta Pippi, el primero que mezcló el flamenco con el house.
Lo que nos lleva a la segunda historia, la de José Padilla, el hombre que le puso sonido a la puesta del sol. Padilla grababa en cintas sus propias sesiones y las vendía a 500 pesetas en un mercadillo con enternecedora carátula hecha a mano. No le iba mal y fue subiendo el precio. Se hizo con una copiadora profesional. Las vendía también durante sus propias sesiones, en un Café del Mar primitivo que apenas era una cafetería en el oeste de la isla. Pero Padilla era un inmenso artista. Sabía exactamente cuánto tardaba en ponerse el sol en cada momento del año, esa fase final sobre el horizonte que dura entre tres minutos y veinte segundos o cuatro minutos. Jamás repetía un set y conseguía que los espectadores se echasen a llorar, atrapados en las ondulaciones y el dramatismo de su sesión frente al sol. Vendía una barbaridad de casettes y decidió hacerlo legal. Arrancó el Cuatro Latas (Renault 4) y se fue a Londres a ofrecer el producto, pero le tomaron por loco. Un sello alemán se interesó y fueron saliendo los primeros recopilatorios. Universal lanzó los volúmenes 3 y 4. Despachó cinco millones de discos cuando se dio cuenta de que los propietarios del Cafe del Mar habían registrado la marca para la distribución de música. Generosamente, le ofrecieron un 30 por ciento del negocio. De su negocio. Padilla cobró, sí, pero también pagó abogados, juicios, viajes... No le quedó apenas nada después de todo el esfuerzo y entró en barrena, en una depresión. También su creación se marchitó. Con él, la puesta de sol tenía significado, pero luego se convirtió en un cliché, igual que el Café del Mar. “No somos conscientes del legado de José -dice Len, coautor del libro-. Es el creador de un género que además resulta muy difícil de ejecutar”.
Ibiza era música al atardecer, pero los mitos se construyen al amanecer. En el 88 empiezan a llegar los ingleses masivamente. Las raves en Reino Unido son perseguidas por Thatcher y la escena de clubs de Manchester y Londres ha sido tomada por bandas que se reparten el territorio de droga. Uno de los promotores británicos que llega a la isla, Andy McKay, decide huir de Manchester después de ser rociado con gasolina por una banda. En cambio, el “Balearic” promete el buen rollo y el sol que no tienen en Inglaterra incluso dentro de las discotecas, que a finales de los 80 siguen siendo al aire libre. Todo lo que se pincha en Ibiza tiene repercusión mundial y será así al menos durante la siguiente década.
Y entonces llegó el Space, que volvió a cambiarlo todo. Una discoteca a la que su público llegaba después de a cenar, dormir tranquilamente, y tras desayunar, se sumergían en 16 horas de fiesta. Reche, uno de sus DJ, dice: “Lo que poníamos en Ibiza daba la vuelta al mundo. Sinceramente, no he visto a Carl Cox poner un disco que realmente fuera revolucionario o que lo hiciera antes que nosotros. Eran un poco copiones...”. Pepe Roselló, el dueño: “Había amigos que venían y me decían. ’'¿Has visto a hijo? Es que me ha dicho que se iba a pescar... ¡y mi hijo no pesca!’'. Y yo decía: ’'Pasa, ¡búscalo tú! ¡Quédate a tomar una copa!’'. Se juntaban los que llevaban 24 horas con los recién levantados”. En el primer Space pasan cosas insólitas: la gente hasta se sentaba dentro del inmenso altavoz. Naomi Campbell apuraba una botella de Dom Perignon en el suelo porque no existían los reservados o los privados. Pero a mitad de los 90, la electrónica de baile es un fenómeno tan grande que sucede el cambio inevitable. “Cuando se cubren las discotecas por normativa y cuando entra el negocio es cuando se da el salto a otra realidad. Aunque sea poco a poco, hay un cambio radical. La bestia del dinero se impone. De lo lúdico al negocio”, dice Luis Costa, autor del volumen.
Llegan los promotores británicos y traen fórmulas de éxito como Ministry of Sound o Manumission. Privilege sustituye a KU, fiestas como La Troya recuperan algo la locura divertida de otros tiempos. Los clubes son una máquina de eventos que tratan de ofrecer fiestas los siete días de la semana. La competencia se acucia. Todo el mundo quiere ir a Ibiza. Y la isla se va convirtiendo en lo que es hoy en día, la gran discoteca del mundo. “Dejé de ir a Ibiza a principios de los 2000 porque todo me aburría. La escena musical cambió, todo giraba en torno a la cocaína en lugar del éxtasis. Van a ponerse del revés. Pasa igual con Glastonbury. Vas dos o tres veces y acabas pensando que no es más que un lodazal”, dice el escritor Irvine Welsh (“Trainspotting”). El promotor Faruk Gandji: “Actualmente la gente escucha la misma música de desde Las Vegas a Benidorm y se pone ciega de ketamina. La revolución de Ibiza terminó en el 86 cuando se convirtió en la meca de la música de baile electrónica. Vinieron desde Inglaterra, se apropiaron de la isla trayendo, de paso, una droga malísima y una música minimalista”. Opiniones como éstas hay abundantes en el libro, que lamentan la llegada de los mafiosillos y chorizos de la noche.
Un territorio, el del lado oscuro del “business”, en el que los autores no quisieron entrar, voluntariamente: “Este libro está en calve positiva, no queremos sacarle la sangre a Ibiza como han hecho los medios durante años, que han ido a buscar el desfase, la fiesta y las drogas y el sexo. Existe todo eso, pero hay algo más profundo, que es la música. Hubo voces que se negaron a participar en el libro porque han visto el resultado de muchas otras y nos contestaron bien, de buen rollo, pero no. No queríamos eso”, explica Christian Len, periodista y DJ en Ibiza desde hace años. “Lo más impresionante es cómo desde principios de siglo ha sido un lugar que ha conservado la misma idiosincrasia, un lugar de escape y de libertad, que ha desembocado en algo muy comercial, pervive una conciencia colectiva de lo natural, lo espiritual, lo mágico y la fiesta. Es un lugar único en la tierra”, añade Len.
El empresario local Juan Marí, en cambio, se muestra mucho más contundente sobre los últimos años de la isla: “Ibiza se ha vendido mucho y han sido los ibicencos, nadie les ha obligado. Todo el mundo ha vendido y creo que es una triste equivocación. Nosotros tuvimos que hacerlo y fue muy triste. Deberíamos haber sido un poquito menos avariciosos”, comenta. Y pone ejemplos: “Ahora llegan estas multinacionales comprándolo todo. ¿Qué les pasó a los que compraron Pacha? Intentaron limpiar la empresa y se han dado cuenta de que no sabían cómo funcionaba y han tenido que contratar otra vez a los que echaron. Ahora no hay identidad, no hay valores. Ahora ponen reguetón y yo siempre he sido más partidario de ser auténtico, sin renunciar a nada, manteniendo una identidad”, lamenta.
Sin embargo, dos verdades resultan incontrovertibles. Los promotores extranjeros enseñaron a los propietarios locales cómo hacer el negocio, a poner el nombre del DJ en el cartel, a vender la moto. Y dos: las catedrales de Ibiza son sus discotecas. Sin ellas, más allá de las playas (alucinantes) y el magnetismo para el que lo sepa sentir, no hay mucho que ver. Escohotado: “He vuelto a ir cada año, en septiembre. Es cierto que se ha vulgarizado un poco, pero es como os aeropuertos, que antes solo viajaban los ricos y ahora lo hace todo el mundo. Es normal”. La versión más rampante del capitalismo impera en la isla, no hay duda. Los precios son imposibles y espantan a la clase media. Pero como todo el mundo que vaya sabe, la isla siempre renace, en ella siempre suceden cosas que escapan al control del poder. No en vano es una isla mágica. Solo un último aviso para nostálgicos. No es que las cosas fueran mejor antes, es que antes estabas mejor tú.

La historia más triste

No se habla mucho del tema, pero aparece en una de las primeras citas del libro. Es de Diego Giménez, del dueño de una de las tiendas de discos más famosas de la Isla: “El Pachá hizo un libro, uno de los más tristes que he leído, porque es un cementerio. Cuando lo miro, es que no puedo, no puedo, me pongo a llorar. Hay mucha gente que murió y mucha gente que se volvió loca, que vino su familia a buscarlos porque se habían tomado ''la pastilla de la felicidad'' y se quedaron colgados. Muchos se tiraron de una peña por un mal viaje y se mataron. Aquí no ha sido todo color de rosa, ¿eh? Ha habido muchas familias que lo pasaron muy mal; muchas familias ibicencas destrozadas por la droga, por la heroína... aquí había mucha heroína”. Pero los muertos, es lo malo, no tienen voz.

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