Los nazis, en el banquillo
En la sala número seis del Palacio de Justicia de la ciudad alemana de Nuremberg se abría hace 75 años uno de los mayores procesos judiciales de depuración moral y reparación histórica de la humanidad
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El 20 de noviembre de 1945, hace 75 años, se abrió en Núremberg, el proceso contra los grandes jerarcas del nazismo que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. Existían, por supuesto, muchos más, pero los Aliados trataban de organizar un proceso ejemplarizador por lo que aquella fría mañana de otoño se abrió el primero y más relevante de los de los trece que se celebraron en esa sede entre noviembre de 1945 y abril de 1949, porque en él se juzgó a «la cuadrilla de Hitler», según calificaba Winston Churchill, a los personajes más relevantes del nazismo. Proceso paradigmático porque las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial organizaron un proceso al nazismo en las personas de sus figuras más destacadas en los diversos campos de la actividad del Tercer Reich: en el banquillo, con grados de responsabilidad muy distinta, fueron sentados personajes que habían jugado papeles relevantes en la configuración ideológica del Partido nazi (NSDAP), en la política, la burocracia, la diplomacia, las fuerzas armadas y el aparato represor.
Responsabilidades alemanas
La elección de quienes deberían ser acusados fue muy debatida entre los vencedores. Mediada la contienda, pensaron en un proceso que juzgara a los responsables del Eje Berlín-Roma-Tokio, pero la idea fue descartada tras la firma del armisticio italiano y su parcial unión a la lucha contra el Tercer Reich; Italia había sufrido tanto la brutalidad nazi como cualquier otro país ocupado y en el Pacífico, Japón seguía luchando mientras se preparaba el proceso, por tanto los Aliados decidieron organizar en Tokio un proceso posterior que juzgara los delitos del militarismo japonés. De esta manera en Núremberg sólo se juzgarían las responsabilidades alemanas. En cuanto al número e identidad de los acusados y el tipo de proceso, las discusiones se prolongaron durante todo el verano de 1945. Moscú proponía que se juzgara al menos a un centenar pensando en un mero simulacro al estilo de los procesos estalinistas: sin garantías y con un final previsto: pena de muerte. Los norteamericanos, con el juez Robert Jackson a la cabeza, habían estudiado una gran lista de responsables reduciéndola, finalmente, a 72, que disminuyó a 67 por la muerte de cinco de ellos, preparando un proceso con todas las garantías judiciales. Por su lado, los británicos manejaban varias listas, para señalar a un total de diez personajes con notorias responsabilidades y, en vez de un juicio, proponían una culpabilidad e identificación claras seguida de su inmediata ejecución sumaria.
Durante el verano de 1945, Washington y Londres consensuaron la lista, que se hizo pública en octubre, con 24 nombres, y los delitos que deberían juzgarse; Moscú, a remolque, aceptó el plan con algunos retoques, destinados, sobre todo, a que en el proceso no se les pudiera incriminar. La elección de Núremberg como sede no fue casual: en época nazi la ciudad tuvo una especial relevancia: Hitler la utilizó como sede de varios fastos del partido y allí se promulgaron numerosas leyes antisemitas. Los organizadores tuvieron la fortuna de que los bombardeos permitieran su revancha simbólica: entre los edificios respetados por las bombas se encontraba el Palacio de Justicia, dotado de un amplio salón para las vistas, salas para reuniones, oficinas e instalaciones carcelarias aptas para el caso. El proceso se inició en el gran salón de sesiones, conocido como Sala 600, a las 10,03 de la mañana. Ocho jueces, presididos por el honorable Geoffrey Lawrence, componían el tribunal que representaba a las cuatro potencias organizadoras y cuatro equipos de fiscales se ocupaban de la acusación, actuando como portavoz Robert H. Jackson, el jurista norteamericano cerebro de la organización. Quince minutos después, el presidente logró terminar con cuchicheos, murmullos y disparos de flases, abriendo la solemne sesión con la frase ritual: “La vista queda abierta”.
Allí, a la izquierda de los jueces, estaban, sentados en dos filas, los 21 procesados que pudieron estar presentes. El periodista estadounidense William L. Shirer, que les había visto en su apogeo, quedó anonadado por su aspecto: “vestidos pobremente, hundidos en sus bancos, nerviosos, agitados; no se parecían en nada a los arrogantes jefes de otros tiempos. Era difícil imaginar que aquellos hombres hubieran detentado un monstruoso poder, conquistado una gran nación y la mayor parte de Europa”. Sobre ellos pesaba uno o varios de los cargos preparados por la fiscalía; los acusados los conocían pues todos recibieron el 29 de julio un documento de 25.000 palabras, cuyo contenido se resumía en cuatro grandes apartados:
- Conspiración: “responsables, organizadores, inductores o cómplices en la formulación o ejecución de un plan para acometer y propiciar crímenes de guerra o contra la paz o contra la humanidad”.
- Crímenes contra la paz: “preparar e iniciar guerras de agresión, violando tratados y acuerdos internacionales”.
- Crímenes de guerra: “guerra total”, burlar “las leyes y costumbres de la guerra”: malos tratos a la población civil y a los prisioneros, tortura, saqueo, deportaciones, utilización de mano de obra esclava, asesinato de rehenes...
- Crímenes contra la humanidad: genocidio, esclavización y explotación de la población civil, por razones políticas, raciales o religiosas.
Algunos se vinieron abajo al enfrentarse a sus crímenes: Frank, el verdugo de Polonia, anotó en un margen: “Espero el proceso como un juicio querido por Dios, llamado a juzgar la terrible época de Adolf Hitler y ponerle fin”. Otros rechazaban las acusaciones: Kaltenbrunner, porfiaba: “No soy responsable de crímenes de guerra; cumplí con mi obligación en cuanto a la organización de la seguridad y me niego a ser juzgado por las obras de Himmler”. Al terminar la lectura del documento, Herman Göring, el más relevante de los acusados, escribió con mano temblorosa: “El vencedor será siempre el juez y el vencido, siempre el acusado”.
En muchos casos, su estado era de estupefacción, no ya por la derrota, consumada seis meses antes y perceptible para todos ellos tras el desastroso verano de 1944, sino por hallarse allí, para rendir cuentas ante un tribunal. El economista Hjalmar Schacht, por ejemplo, comentaba: “No entiendo en absoluto porqué me acusan a mí”. El almirante Dönitz se irritaba: “Ninguno de los puntos de la acusación me concierne. Se trata de un humor típicamente americano”. Herman Göring, aún fachendoso, comentaba: “¡Qué estupidez! ¿Por qué no permiten que yo asuma todas las culpas y dejan marchas a estos infelices: Funk, Fritzsche, Kaltenbrunner? Ni siquiera había oído hablar de ellos antes de llegar a esta prisión”.
El juez norteamericano Robert H. Jackson, que actuó como fiscal principal, impulsó la organización y soslayó los problemas, de modo que, para evitar que las defensas pudieran implicar a todos los beligerantes y eternizar el proceso, prohibió que pudieran salirse de los términos y ámbitos de la acusación y de lo que al Tercer Reich se refería. Eso ocasionó que el proceso fuera jurídicamente artificial y sólo aplicable a los vencidos sin que se permitiera a los abogados demostrar que, en muchas ocasiones, los vencedores hubieran hecho lo mismo, sobre todo en el ámbito militar.
Las sesiones en el apartado de la acusación se prolongaron hasta marzo de 1946; la defensa empleó cuatro meses, hasta entrado en verano de 1946, en desmontar o atenuar las acusaciones y responsabilidades de sus defendidos. El tribunal estudió todo el ingente material acumulado durante dos meses y el 30 de septiembre, tras las conclusiones, que se leyeron públicamente, se llamó a los acusados, uno tras otro, y se les comunicó la sentencia. Luego, durante dos semanas, en las que los acusados trataron inútilmente de que se escucharan sus apelaciones, se confirmaron las sentencias, que se cumplieron a partir de la madrugada del 15 de octubre de 1946: fueron ahorcados en el gimnasio del penal y por este orden Joachim von Ribbentrop, Alfred Rosenberg, Julius Streicher, Arthur Seyss-Inquart, Wilhelm Keitel, Alfred Jodl, Ernst Kaltenbrunner, Hans Franck, Fritz Saukel y Wilheml Frick. El Viceführer Hermann Göring, no subió al cadalso: logró envenenarse con una cápsula de cianuro que fue introducida subrepticiamente en la cárcel. Martin Bormann, condenado a muerte en ausencia, se ahorró soga pues seguramente había muerto en la madrugada del primero de mayo de 1945 cuando trataba de huir de Berlín.
Tres fueron absueltos, el economista Hjalmar Schacht, el político Franz von Papen y el periodista Hans Fritzsche. A diversas penas de prisión fueron condenados Albert Speer, Karl Dönitz, Walter Schirach, Konstantin von Neurath, Erich Raeder, Walter Funk y Rudolf Hess. Todos abandonarían con vida la cárcel internacional de Spandau, construida como prisión militar para 500 reclusos un siglo antes. A partir de 1966 sólo quedó en aquel penal la figura más extravagante del nazismo, el “fiel viernes de Hitler”, que redactó y mecanografió la primera parte de Mein Kampf, en 1924 en la prisión de Lansberg, Rudolf Hess. Se suicidó en 1987, a los 93 años de edad, después de haber pasado 21 años como único recluso en el penal berlinés.