La libertad de expresión: condenada a muerte
El asesinato islamista del francés Samuel Paty, profesor de Historia, revela la falta de educación y el desprecio por el humor como crítica en todo el mundo
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El fanatismo se ha instalado en el corazón de nuestra sociedad. Un profesor de secundaria, Samuel Paty, fue degollado por un islamista a la salida del centro de enseñanza en el que trabajaba, en la localidad francesa de Conflans-Sainte-Honorine. Su «delito» –a ojos del radical de origen checheno que lo ajustició– fue mostrar, en una clase de instrucción moral y cívica, las caricaturas de Mahoma que la revista satírica «Charlie Hebdo» publicó en 2015. Se sirvió de ellas para reflexionar con sus alumnos sobre la libertad de expresión.
A sabiendas de que estas imágenes podrían resultar ofensivas para sus alumnos musulmanes, invitó a quien no quisiera verlas a abandonar el aula. No le valió de nada este gesto de comprensión hacia los que se sintieran heridos en sus creencias. Fue pasado a cuchillo y murió desangrado en la calle. Su muerte ha venido a demostrar que las aulas se han convertido en un espacio de alto riesgo y que el pensamiento, y la cultura en general, se hallan amenazados por la violencia ciega de quienes no aceptan la diversidad de ideas.
El caso de Samuel Paty es el más dramático, aunque no el único de esta forma de proceder fanática contra quienes no piensan como uno mismo. Durante los últimos días hemos conocido que la artista y opositora cubana Tania Bruguera fue intimidada e insultada por la calle al grito de «perra, mercenaria y gusana» por partidarios del régimen castrista. En Chile, un grupo de radicales desvirtuó el espíritu de un movimiento admirable de protesta y quemó dos iglesias. ¿Por qué? ¿Qué razones hay para atacar de este modo a la docencia, a la labor artística, al patrimonio? ¿Por qué no dirimir el disenso desde el plano de las ideas y del rechazo pacífico? Falta respeto. O mejor dicho: se ha perdido el sentido pleno de la palabra respeto.
El término «respeto» viene del latín «respectus», que significa «volver a mirar», no quedarse con la primera mirada que hacemos sobre algo, revisar la idea inicial que extraemos de ello y volver a mirarlo. En resumen: reflexionar antes de actuar. Respetamos aquello a lo que le concedemos un pensamiento, una oportunidad, aunque, en rigor, esta realidad se encuentre alejada de nuestras creencias. Convivir con lo con lo que estamos de acuerdo es fácil; hacerlo con lo que discrepamos es más complejo. De ahí la grandeza de la democracia, que no es el derecho a la igualdad, sino el derecho a la diferencia. Si no sabemos pactar el disenso, estamos perdidos. Pretender que todo cuanto nos rodea sea una proyección de nuestro esquema mental es el origen del fanatismo.
Las caricaturas del Profeta Mahoma ya se han cobrado trece víctimas. Y solo son una pieza de humor. El humor –tantas veces despreciado como medio de expresión «menor»– es el síntoma del grado de libertad de expresión de una sociedad. Donde el humor no se tolera, crece la barbarie. Así lo expresó Baudelaire, quien afirmó que lo cómico era un indicador inequívoco de aquellas sociedades que aspiran al «bien supremo».
Sin humor, no hay razón
Para el autor de «Las flores del mal», el nivel de evolución de una sociedad viene indicado por su capacidad para reírse de sí misma. Décadas más tarde, el filósofo Henri Bergson señaló a la risa como el rasgo diferencial por excelencia del ser humano: el resto de animales no ríen, no comparten el sentido del humor. Hay varias especies que derraman lágrimas; pero solo existe una capaz de prorrumpir en una carcajada: la humana. Sin humor, no hay razón. Y sin razón desaparece la capacidad intelectual y emocional de sentir empatía.
Últimamente, existe poco sentido del humor en el mundo. Las caricaturas publicadas hace cinco años por «Charlie Hebdo» lo demuestran. El asesinato del profesor Samuel Paty vuelve a confirmarlo de una manera escandalosa. Decía el filósofo de origen judío, Emmanuel Lévinas, que solo existe ética allí donde se respeta lo incomprensible para uno mismo. Cuando las ideas del otro desbordan tu marco de comprensión y todo tu bagaje cultural no basta para asimilarlas, entonces y solo entonces el respeto hacia ellas se articulará como un acto ético.
Nos falta ética y nos sobra fanatismo. Hemos confundido la defensa de nuestras creencias con el adoctrinamiento. Pretendemos un mundo homogéneo, fiel reflejo de nuestros esquemas. Y eso es imposible. Dejemos que los cómicos nos escandalicen, que nos sitúen ante el abismo de pensar dos, tres, cuatro y un millón de veces aquellos principios que consideramos intocables. La ley marca los límites que delimitan lo que es libertad de expresión o lo que es delito. Dentro de esa demarcación, que cada uno piense y se exprese como le venga en gana. La libertad de expresión es un motivo para vivir, no para morir.