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El misterio de la agenda de Dora Maar

La periodista Brigitte Benkemoun compró por casualidad en e-bay un listín que contenía los números de grandes artistas de la mitad del siglo XX. Después de una detectivesca investigación confirmó que había pertenecido a quien fuera amante de Picasso y decidió con todo el material escribir una obra sobre esta fascinante mujer
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Pocas veces un objeto encontrado («object trouve») dio para tanto. Tanto como un libro, un relato que se antoja tan inverosímil que la historia que narra no puede por menos que ser verdad. Todo empieza de una manera casual y un punto absurda. El marido de alguien desea hacerse con una cartera de cuero, pues ha extraviado la suya. De buen cuero. Una agenda de Hermès es la que tiene en su cabeza. «Ya no se trata la piel como antes», es lo que piensa el marido de ella. Mira, rebusca, indaga y decide apostar por una compra en e-bay. Ahí tienen a la venta lo que quizá él necesite. «Ya no se hace cuero así», se repite para sí como un mantra. Y adquiere una pieza sobria, un tanto ajada por el tiempo, por el uso también. Tiene un color que vira un poco hacia el naranja. Le ha gustado y se hace con ella. Hasta aquí no hay nada que pueda parecer extraordinario.
La agenda llega al domicilio debidamente embalada. Nada de particular, es un listín y alberga teléfonos y direcciones. A él, al marido, no le interesa nada. Solo ha apostado por ese tacto suave y aristocrático de la piel. Pero la curiosidad de la mujer, que es una periodista francesa con muchos años de reportajes a la espalda, le hace pasar la vista por las hojas de ese cuadernillo endeble en el que su esposo jamás habría reparado. Es más, quizá lo hubiese tirado directamente a la basura. Los primeros nombres anotados ya hacen que sus ojos se abran de par en par. Por orden alfabético estás anotados los teléfonos de Aragon, Balthus, Brancusi, Braque, Brassai, Breton, Cocteau, Chagall, Eluard, De Stäel, Eluard, Lacan... No parece un listín normal porque los nombres reflejados, artistas, gente perteneciente al mundo de la cultura, están relacionados entre sí. La periodista, de nombre Brigitte Benkemoun, decide entonces sentarse y estudiar lo que por casi pura casualidad ha llegado hasta su domicilio. La letra, en ocasiones, es difícil de interpretar, parece clara pero puede haber cometido el propietario o la propietaria algún error a la hora de transcribir. Mientras que al dueño ya de la pieza de Hermès le trae sin cuidado de quién sea el pequeño libreto cargado de información que alberga, a ella le quita el sueño, tanto como para sumergirse en una búsqueda que la llevó posteriormente a publicar un libro –«Je suis le carnet de Dora Maar» (Stock)– sobre sus pesquisas y sobre el dueño del listín.
¿Quién puede frecuentar ese grupo de amistades si no forma parte del mismo? Es entonces cuando le vienen a la cabeza varios nombres. Los desecha porque piensa que no es posible. Sigue con cuidado las anotaciones y va buscando pistas en nombres, en descendientes de aquellos personajes que están anotados. Es un trabajo de detective. La periodista se ha convertido en Sherlock Holmes. Revisa las letras pensando que tiene delante de sus narices una clave que no sabe leer. Y revisa la caligrafía. La clave estará en tres palabras: «Achille de Ménerbes», que no es el nombre y apellido de nadie, sino la profesión de alguien con quien el dueño de la agenda estaba haciendo obras en su casa. «Achille» en realidad quería decir «Arquitecte». Un arquitecto en la ciudad de Ménerbes. La periodista investiga, empieza a atar cabos y halla que solamente dos han tenido casa en esa localidad. Uno es Nicolás de Staël, a quien elimina por estar su nombre escrito en la agenda. Solo le queda otro nombre: Dora Maar. Todo cobraba, por fin, sentido. La libreta que había comprado por puro accidente era la de la mujer que fue amante de Picasso, la fotógrafa que decidió un día colgar la cámara y consagrarse a los pinceles.
Victoria Combalía describe así en «Comprender el arte moderno» (Debolsillo, 2003) la localidad de la Provenza donde se levantaba la casa de la fotógrafa que amó al malagueño: «Ménerbes, el pueblecito del Luberon donde Picasso había comprado, mediante el trueque de una tela, una casa a su amante Dora Maar. Un regalo envenenado, porque Picasso se la ofreció cuando su relación estaba ya muy deteriorada; un regalo tal vez a modo de compensación, porque, en 1943, el pintor ya había conocido a Francoise Gilot, con quien iba a iniciar una relación de diez años... el pintor llegaría a pedirle la casa para ir a pasar sus vacaciones con F. Gilot. Y Dora, que reconocería a James Lord que aún muchos años después de la separación soñaba con Picasso cada día, se la prestó, comprensiva».
Estaba prácticamente seguro, pero necesitaba despejar el adverbio de la frase para tener la certeza absoluta de que era Maar la propietaria y que no había errado el tiro. Más búsquedas y pesquisas hasta dar con quien fuera el marchante de la artista, Marcel Fleiss. Por suerte, estaba vivo y era, al tiempo, una leyenda viva capaz de despejarle la duda sobre la caligrafía de aquella mujer. Después de buscar la dirección, explicarle la situación un tanto surrealista que tenía entre manos y pedirle su apoyo, el marchante no dudó en ofrecerle su ayuda. Ambos estaban en París, él en la FIAC, y era el mejor lugar para que se produjera el encuentro con quien había sido uno de los grandes retratistas del mundo del jazz. Lo que no supiera Fleiss probablemente no lo sabría nadie.
Benkemoun se plantó delante del totem de los marchantes y éste, nada más ver la letra, certificó que se trataba de la de Maar. No había dudas. Él fue quien organizó la última muestra de la artista. En 1990. Pasó gran parte de sus últimos años recluida, invisible a los ojos ajenos, casi fuera del mundo estando en él. Fleiss le contó a la periodista francesa que recordaba la casa de Maar y su refugio en la religión. Y cómo en una de las estanterías se podía ver un ejemplar de «Mein Kampf», de Hitler. La fotógrafa no andaba bien. Picasso ya vivía una relación sólida con su nueva amante, Françoise Gilot. Un día decidió cruzar la puerta porque la historia se había acabado. El malagueño salió detrás de ella, presa de un ataque de locura. Es el momento en que se decide su ingreso en la clínica de Saint Mandé. Estuvo en manos del doctor Lacan, con quien hizo varias terapias de psicoanálisis 15 días. Tenía de nuevo la investigadora una prueba fehaciente de que si Lacan estaba ahí era por algo, pues la paciente anotaba cómo funcionaban las terapias.
Todos los recuerdos que le contaba el marchante unidos a las pesquisas hasta llegar donde estaba fueron suficientes para no dar por acabada la búsqueda y Benkemoun decidió ponerse tras la pista de la mujer que fue bastante más que la amante de Picasso. Ella había escuchado y leído informaciones, titulares que quizá se quedaban en un parte mínima de lo que ella significaba. De ahí que decidiera escribir un libro, ir al encuentro de un personaje que había muy importante y que ya no estaba. Y todo por una agenda de teléfonos. En el fondo, no podía por menos que dar gracias a su marido. Si estaba allí era por su empeño en tener una agenda de buen cuero.
Benkemoun no se dio por vencida porque sabía que tenía el germen de un libro y que estaba tocando con las yemas de los dedos a Dora Maar. «Mi camino sería diferente: además del hecho de que no la había elegido, tenía la milagrosa libreta de direcciones como guía. Yo haría las mismas preguntas para cada nombre: ¿Qué está haciendo esta persona en esta agenda? ¿Y en su vida? Dudé antes de decidir por dónde empezar, vacilando entre el azar y el orden alfabético, y finalmente opté por un orden cronológico vago: “Lamba, 7 Square du Rhône”». Empezó por ahí como podía haberlo hecho por otro sitio. Una llamada llevó a otra y la siguiente. Dos años de trabajo sin descanso.
Finalmente, pudo tener acceso a los archivos privados de Maar, compuestos por ocho cajas de libros, cartas y fotografías. Repasó cada papel y halló verdaderos tesoros, como una foto de Hitler frente a la Torre Eiffel utilizada como marcador. Demasiado fácil reducir una existencia como la de una artista a los últimos años de una vida que se había convertido en un delirio puro.

Cinco personas en su entierro

Dora Maar, lo cuenta Marcel Fleiss con todo detalle y también quienes la conocieron, no era mujer de fácil carácter. El abandono de Picasso la llevó a la locura. Vivía sola, recluida, sin contacto con nadie. Para el marchante de la artista, conocerla fue un descubrimiento enorme. Tras unos tiras y aflojas, encuentros y desencuentros, Maar terminó pasando de la desconfianza a algo que podía intuirse próximo a la amistad. Cuando esta falleció, Fleiss fue uno de los pocos que estuvo en su entierro en 1997 junto con su portera, dos personas del Centro Pompidou y uno o dos amigos. Nadie más. Sus últimos años los pasó su casa de la Rue de Savoie y la de Ménerbes.