Andrée de Jongh, la heroína que salvó a 800 pilotos de la RAF de la Gestapo
Salvaba a los pilotos derribados de la RAF que caían sobre Francia y los devolvía de manera clandestina a Inglaterra a través de España
Jamás se deben subestimar las lágrimas. Son peligrosas. Cuando Andrée de Jongh vio llorar por primera vez a su padre, juró vengarse. «Ya verás lo que vamos a hacer». Era 1940, el rey Leopoldo había anunciado la rendición de Bélgica y los nazis acababan de ganarse un gran adversario. La Segunda Guerra Mundial fue el último conflicto donde un hombre todavía valía más que un tanque o un mortero. Todo un romanticismo visto desde hoy en día. Al comienzo de la guerra, cientos de aviones de la Royal Air Force atacaban posiciones alemanas en Francia. Las pérdidas de aparatos resultaban ingentes, pero la muerte de un solo tripulante suponía una tragedia. Los aviadores eran material insustituible. En aquellos días formar a un piloto resultaba duro, largo y costoso: justo lo que no conviene en ninguna guerra.
Durante los bombardeos de 1941, hubo días muy amargos para los ingleses. Desde los aeródromos, los mandos observaban con silenciosa consternación cómo su flota aérea regresaba mermada de las misiones. Un mal augurio para la Inglaterra aislada de Winston Churchill. Entonces apareció ella. Andrée de Jongh. Veinticuatro años, idealista, valiente y guapa. La heroína que jamás imaginó Hitler y que los británicos nunca hubieran esperado que llamara a sus puertas. El MI6 examinó con recelo el ofrecimiento de esa muchacha menuda, inteligente, pero quizá demasiado atractiva para arriesgar el pellejo en un juego tan peligroso. Entonces el servicio secreto de su Majestad la Reina de Inglaterra no tenía nada que ver con la imagen que airean las películas de James Bond. Sus directores eran unos muchachos con mucho recorrido social, más hechos para un aula de Eton que para dirigir una oficina de información y desinformación. Cuando escucharon la propuesta de esa muchacha lo primero que creían es que era una artimaña del Tercer Reich para colarles espías.
Sin embargo, un agente del MI9, Aire Neave sabía perfectamente de qué hablaba esa joven. Él mismo se había convertido en una celebridad cuando escapó de un campo de prisioneros y recorrió miles kilómetros antes de regresar a su país. Un éxito que logró precisamente gracias a una de esas redes de evasión formadas por voluntarios y resistentes. Al oír el plan que presentó De Jongh, él no dudó en brindar a esa joven su apoyo y confianza. Y, también, permitir lo que ningún jefe habría admitido: que ella tomara personalmente cada una de las decisiones y actuara de manera independiente de cualquier mando. Una delegación que incluso ahora resulta sorprendente. Así comenzó la línea Comet, una verdadera leyenda, una de las vías de evasión clandestina de soldados y prisioneros aliados más importante que hubo durante esta contienda. El mismo Göring, que nunca fue un hombre al que se le vio demasiado azorado, se mostró preocupado, trató de atajarla, y lanzó a la Gestapo detrás de cada uno de sus miembros para detener sus operaciones. Como veterano de la durante la Primera guerra Mundial y Ministro de Aviación del Reich, sabía lo que valía un piloto.
Cada vez que un caza o un bombardero británico o norteamericano era derribado, docenas de personas corrían al lugar de la caída. Los combates aéreos se habían convertido en una rutina sobre los cielos de Francia y rescatar pilotos, casi en una obligación para los ciudadanos que se oponían a los alemanes. Pero había que ser rápido, anticiparse a las tropas de la Wehrmacht y esconderlo en una de las docenas de casas seguras que había repartidas por los pueblos. Allí se le proporcionaba ropas autóctonas, una identidad nueva y carnés falsos (había una legión de fotógrafos y falsificadores dedicados a esta tarea: proporcionar documentos nuevos). Lo más complicado eran los aviadores americanos. Los yanquis es lo que tienen. Nunca pasan desapercibidos. Eran grandes, eran altos, eran rubios, comían como cíclopes y, sobre todo, mascaban chicle. La resistencia comprendió que con estos muchachos iban a tener un problema: ¿Cómo lograr que pasaran desapercibidos unos tipos con la misma estampa de Gary Cooper? Para empezar, como narra con humor el historiador Lynne Olson en «La isla de la esperanza», tuvieron que enseñarles a caminar como los europeos, algo nada desdeñable, y que se olvidaran de las maneras chulescas de John Wayne. También tenían que acostumbrarse a fumar tabaco francés (el olor de los cigarrillos que traían con ellos podía delatarles) y a que aprendieran a usar correctamente los cubiertos, algo difícil para unos chicos habituados a comer hamburguesas. Por supuesto, ellos nunca tenían que hablar en público y debían comportarse en cualquier circunstancia con suma discreción, algo muy complejo para unos jóvenes que habían crecido en la sociedad del espectáculo. Pero cualquier error les podía costar caro. La Gestapo había infiltrado a cientos de agentes en trenes, hoteles y pueblos.
De Jongh, Dédée como la conocían la mayoría, conocía los riesgos, pero los despreció. En la historia, la mayoría de los héroes nunca han vestido uniforme militar. Así consiguió salvar a cientos de soldados. Una labor para la que enroló a muchas mujeres. Ellas llevaban el peso del trabajo. Se desplazaban a plena luz del día, pasaban los controles alemanes y se movían de una aldea a otra sin despertar recelo. Su coraje, no podía ser de otra manera, enamoró a más de un piloto de los que acompañaban. Ellas solo los dejaban cuando los habían puesto a salvo al otro lado de la frontera. Allí los recogían españoles, muchos de ellos antiguos republicanos, y los conducían a Bilbao. Desde allí, retornaban a Gran Bretaña.
Durante este periplo solían desplazarse en grupos pequeños. Siempre iban de un refugio a otro. Se trasladaban en ferrocarriles, por carretera, en bicicletas, pero sin llamar la atención de los desconocidos. Si eran capturados, los combatientes terminaban en campos de prisioneros, pero a los integrantes de la línea Comet solo les aguardaba una cosa: la muerte. La propia De Jongh conoció qué suponía ser capturada. La fortuna la abandonó a principios de 1943, en su operación número 33, mientras escoltaba a tres pilotos hasta España. Un temporal sorprendió al grupo en las inmediaciones de los Pirineos y un civil informó a las autoridades del régimen de Vichy. Ella no abrió la boca, pero uno de los aviadores no aguantó la presión de los interrogatorios y acabó cantando: confesó el nombre de cada una de las personas que le habían ayudado y, además, aportó sus direcciones. Muchos murieron. Aquello parecía el final de la línea Comet, pero no fue así. A pesar de los numerosos arrestos, volvió a constituirse. Al final de la contienda, habían salvado a más de ochocientos pilotos y el Tercer Reich solo era un montón de escombros.
Andrée de Jongh no murió en un calabozo. Fue torturada, maltratada y enviada al campo de concentración de Ravensbrück, un centro de internamiento de mujeres y niños con un índice de mortalidad tan alto que jugar a la ruleta rusa ofrecía más oportunidades de supervivencia. En abril de 1945, cuando los soviéticos liberaron la región, descubrieron que entre las mujeres que habían sobrevivido se encontraba ella. Los alemanes no la habían ejecutado al prenderla. Consideraban que era imposible que esa chica estuviera detrás de la línea Comet y se limitaron a deportarla. Por si acaso. Pero la Segunda Guerra Mundial no fue la última aventura para la intrépida Dédée, que acabó recibiendo el título de condesa por su valor. Su compromiso la condujo al corazón de África como enfermera y más tarde trabajó en hospitales para leprosos en Etiopía. Quizá porque nunca le gustó ver llorar a nadie. Murió en 2007, cuando su nombre ya era un mito.
Bibliografía:
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Una película: