«Siberia», de Ferrara, deja fría la Berlinale
El cineasta estadounidense ha presentado sin grandes aplausos su filme protagonizado por Willem Dafoe
Hace años que Abel Ferrara se hizo budista y dejó sus adicciones, pero su cine no parece haber encontrado ninguna paz espiritual. No sabemos si las preguntas existenciales que se hace su alter ego en «Siberia» –Willem Dafoe, con el que ha trabajado en seis ocasiones– han obtenido respuesta en la vida real. Intuimos que no, que siguen siendo el combustible de su creatividad, o al menos de lo que queda de ella. «Siberia», que competía ayer en la Berlinale, es algo similar a los restos del naufragio dispersos tras una sesión de autoterapia. De los fragmentos de un yo maltrecho Ferrara intenta moldear una película, o más bien un borrador.
Monje tibetano
En una cabaña situada en la montaña más remota del mundo, Clint (Dafoe, siempre manteniendo la compostura) vive como un ermitaño. Le ha dado la espalda a su pasado, lleva una existencia austera, de monje tibetano, mientras recibe a visitantes de las más variadas etnias, a los que surte de alcoholes varios. Ferrara, que no es precisamente un cineasta que tenga el don de la paciencia, no nos da tiempo de empaparnos de la rutina de su protagonista, porque muy pronto invoca a sus fantasmas, que le atacan, que le reprochan, que le abruman con visiones pesadillescas, en el sótano de la cabaña, en las profundidades de una caverna que no es otra que su conciencia atormentada.
A Ferrara le gustaría ser, intuimos, el Bergman de «La hora del lobo» o el Lynch de «Inland Empire», o incluso el Von Trier de «Anticristo» (sí, aquí también hay un animal que habla). El problema es que su poética es menos consistente que la de esos maestros. Cuando Clint habla con su padre, con su doppelganger diabólico o con su exmujer, es imposible que entendamos la gravedad de su angustia. Lejos de resultar inquietantes, sus intercambios son ridículos, el trauma que ciega la identidad de Clint es pura niebla, y las imágenes que lo acechan, que incluyen cuerpos ensangrentados, enanas desnudas y ceremonias satánicas impregnadas de «death metal», parecen la parodia de una pesadilla. No es la primera vez que Ferrara juega con narrativas dislocadas –desde «New Rose Hotel» hasta, en cierto modo, «Pasolini»– pero, por desgracia, «Siberia» lo hace disfrazándose de una metafísica de tocador que nunca está a la altura de sus pretensiones. Para compensar el empacho de Ferrara, el dúo Delépine-Kelvern compitió, por tercera vez en la Berlinale, con «Effacer l’historique», una afortunada colección de chistes sobre las adicciones tecnológicas contemporáneas que desengrasó la severidad de la sección oficial. Tres vecinos de un suburbio en la Francia de provincias representan, en su cotidianeidad, nuestra dependencia de las redes sociales, de las compras por Internet, de los cargadores del móvil, de las tarifas planas, del sexo telefónico, de Uber y Wallapop.
Es lo que Michel Houellebecq, que aparece aquí en un cameo como suicida y que fue protagonista de uno de los largometrajes de Delépine-Kelvern («Near Death Experience»), denomina «El mundo como supermercado» y parodia en novelas como «Plataforma» y «Las partículas elementales». Somos una diana fácil, porque lo cierto es que Delépine y Kelvern no hacen sino acumular –con homenaje a los Farrelly incluido– lo que de por sí ya es ridículo, que son los usos y costumbres de la vida permanentemente conectada.
Algunos de los gags son de una extraordinaria eficacia –el de la precariedad laboral de los repartidores a domicilio o el de la adicción a las series de televisión son hilarantes– y el mensaje de la película, aunque naïf, no puede resultar más empático. Toda acción individual contra las grandes empresas tecnológicas puede terminar en fracaso, pero si queremos hacer la verdadera revolución debemos ayudarnos y querernos por lo que somos, no por lo que tenemos o aparentamos. Qué cosas, la sátira feroz y descarnada acaba pareciéndose al cine de Frank Capra.