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Ser o no ser progre en el Festival de Berlín

Jeremy Irons, presidente del jurado, se retracta de su postura anti #Metoo, contra el aborto y el matrimonio gay después del linchamiento en los medios
RONALD WITTEKEFE
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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De las pocas cosas que Dieter Kosslick había conseguido vender a la Prensa como una hazaña que distinguía a la Berlinale de los demás festivales de categoría A, la más importante fue la cuestión de la paridad. El año pasado la cuota de cineastas femeninas a competición alcanzó el 41,1 por ciento. Carlo Chatrian, que sustituye a Kosslick en esta 70ª edición, ha reducido esa cifra hasta el 33,3. No es que el ex director del Festival de Locarno, al que le ha tocado remozar los restos del naufragio orientando la programación del certamen a una celebración de la autoría cinéfila más radical, sea sospechoso de misoginia, pero la elección de Jeremy Irons como presidente del jurado no hizo sino reafirmar a los que ya querían ponerle en la lista negra. Cuando se supo la noticia, los medios no tardaron en recurrir a la hemeroteca para sacarle los colores a Irons con declaraciones suyas sobre el aborto («es pecado»), la violencia de género, el apoyo incondicional a Roman Polanski y la crítica a los matrimonios homosexuales. Ayer, lo primero que hizo el protagonista de «Inseparables», muy «british» él, fue redimirse antes de que la Prensa empezara a atacarle en directo.

¿Disculpas aceptadas?

Ni siquiera se había abierto el turno de preguntas en la rueda de Prensa de presentación del jurado internacional cuando soltó una catarata de disculpas y rectificaciones en el más clásico «donde dije digo, digo Diego». Que quería dejar claro que apoyaba el #metoo, que estaba en contra de cualquier abuso y acoso sexual tanto en el ámbito laboral como en el doméstico, que aplaudía el matrimonio gay, y que la mujer tiene derecho a abortar, por supuesto. Así zanjaba la polémica, esperando que hubiera películas a competición que lidiaran con estos temas. Es decir, habemus Oso de Oro que lave la imagen de Irons ante el mundo del espectáculo. Mientras salta a la vista que Chatrian ha dado un giro de 180 grados a la sección oficial, que reúne imprescindibles del cine de autor como Tsai Ming-Liang, Abel Ferrara, Philippe Garrel, Kelly Reichardt o Hong Sang-soo, y arrincona a las estrellas de Hollywood, lo cierto es que una de las grandes asignaturas pendientes de la Berlinale, la película inaugural, vuelve a suspender en este nuevo mandato. Para no dejar solo a Irons en cuestiones de paridad, Sigourney Weaver, que encarna a la agente del autor de «El guardián entre el centeno» en la mediocre «My Salinger Year», destacó lo importante que había sido la «ratio» femenina en el equipo de rodaje.
La escritora Joanna Rakoff, autora del «best-seller» en que se basa la película y también su productora ejecutiva, explicaba que el filme «trata sobre las experiencias de las mujeres, lo que no es tan común en estos días». Es obvio que el argumento de venta que mandaba en el arranque de la Berlinale tenía un marcado signo feminista. A Philippe Falardeau, el artifice de este «coming of age» femenino, le interesaba que Salinger fuera solo un fantasma. Como, de hecho, lo fue en la vida real: el escritor oculto, obsesionado con el anonimato, que aquí aparece como un ángel terrenal, que le recuerda a la protagonista, una aspirante a escritora metida a secretaria (Margaret Qualley, la hija de Andie MacDowell), que no se olvide de su vocación. En cierto modo, la película tiene una estructura muy parecida a la de «El diablo viste de Prada» si sustituimos, por supuesto, la feroz frivolidad de Meryl Streep como Anna Wintour por la cariacontecida severidad de Sigourney Weaver como agente literaria alérgica a los ordenadores.
Será porque no estamos en el mundo de la moda sino en el de los letraheridos, pero la película se toma muy en serio a sí misma. Lo que perdemos en caricatura lo ganamos en tópico. Joanna tiene que someterse a las mismas pruebas que Anne Hathaway en «Vogue», solo que las miradas de la Weaver son menos autoparódicas, y las situaciones, mucho más tediosas. Una de las funciones de Joanna es leer la ingente cantidad de cartas que recibe J.D. Salinger de sus fans. Desde que Mark Chapman, el asesino de John Lennon, apareció con un ejemplar de «El guardián entre el centeno», hay que comprobar que no haya otro de la misma especie, potencialmente peligroso. Estamos en 1995, y aún son legión.
Es curioso que la película prefiera desaprovechar la oportunidad para que entendamos qué hay en la poco prolífica obra de Salinger para calar tan hondo y transversalmente en distintas generaciones de distintas épocas. El relato lo utiliza como un «macguffin», y lo más molesto es que esas cartas generan otro tipo de personaje-fantasma, que el guión representa en sucesivas e irritantes apariciones de un chico que se convierte en el Pepito Grillo de Joanna. Esas ensoñaciones, que culminan con una sonrojante escena de baile, demuestran que la producción tiene muy poco que decir acerca de la imaginación creativa del artista en ciernes, y mucho menos del escritor que hizo de sí mismo una leyenda inaccesible. Puede ser que el carácter supuestamente huraño de Salinger, que ha generado tanto cotilleo y tanta literatura especulativa, haya influido en la mala suerte que ha tenido en sus apariciones cinematográficas. Si alguien recuerda «El rebelde entre el centeno», sabrá de lo que hablo. «My Salinger Year» no hará nada para desvelar los misterios de su éxito popular más allá de retratarlo desde un campechano fuera de campo.

China está cerca

Siendo uno de los cineastas más críticos con la expansión caníbal del capitalismo neoliberal en China, no deja de ser curioso que se advierta un poso de nostalgia cuando Jia Zhang-ke escucha a los protagonistas de su nuevo documental, «Swimming Out Till the Sea Turns Blue», hablando de la solidaridad colectiva alentada por el régimen comunista en regiones rurales como la que le vio nacer, en la provincia de Shanxi. Inaugurando la sección Berlinale Special, la película, que significa el regreso al certamen que lo lanzó internacionalmente desde el Forum, es una colección de entrevistas con gente de Fenyang, su ciudad natal, separadas por la lectura de poemas y aforismos de escritores de la zona. Como en «24 City», pero sin jugar con la fina línea que separa documental y ficción, Zhang-ke se deleita escuchando las historias de sus entrevistados, que abarcan varias generaciones, y los filma sin sucumbir al melodrama a pesar de que, a veces, su vida coquetea con él. No hay otra pretensión que saber escuchar con la cámara y dejar testimonio de una época que, ay, tal vez fuera mejor, al menos para un Jia que, quien lo diría, prefiere antes a Mao que a Keynes