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¿Fue Beethoven el primer músico moderno?

Pocos compositores han generado un proceso de mitificación más potente que el maestro de Bonn. Analicemos hasta qué punto es esa imagen que nos ha llegado real.
larazon
La Razón

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Es patrimonio de años nuevos y conmemoraciones hacer balance y depositar toda una serie de lugares comunes respecto a lo que se resume y celebra. El año que acabamos de empezar se va a centrar en lo musical en Ludwig van Beethoven, al cumplirse en 2020 el 250º aniversario de su nacimiento, con docenas de ciclos sinfónicos, integrales y conciertos de piano abarrotando las salas. Y pocos compositores han generado un proceso de mitificación más potente que el genio de Bonn. Su imagen de innovador, revolucionario e irascible, a la que se suma la tragedia de la sordera, ha alimentado el arquetipo romántico del genio infeliz que ha de sobreponerse al dolor más trágico. ¿Es una imagen real? ¿Es Beethoven, como se suele decir, el primer músico moderno, el genio innovador?
Para poder contestar hemos de dar un paso atrás, a los años de infancia de Beethoven donde la estética predominante en el mundo musical era la clasicista. Es la época de Mozart y Haydn, del elogio al equilibrio y la servidumbre de la forma. Como reacción al Barroco, la música de la segunda mitad del siglo XVIII huye de los excesos expresivos, del virtuosismo vacuo y del desgarro emocional. Mozart sustanciará todo el ideal musical clásico en una frase extraída de la correspondencia con su padre: «Las pasiones […] no deben expresarse nunca hasta el punto de provocar el disgusto, y la música, incluso en las situaciones más terribles, debe aún producir placer y nunca ofender al oído, es decir, la música debe seguir siendo siempre música». Conmover sin ofender. Gran resumen de un mundo que parece primar la forma sobre el fondo, si se mira con poco detenimiento, pero que va a ocasionar con su supuesta superficialidad que bajo la superficie de las obras capitales de estos años subyazcan dobles y triples sentidos. En ocasiones, más frecuentemente en la ópera, el texto va a aportar una pátina de belleza a lo que la música insinúa, y viceversa. Esta dualidad musical, entre lo bello y lo monstruoso, será reflejo de la sociedad que la alberga, y acabará de la forma más violenta tras la Revolución Francesa y sus mareas posteriores. Lo resume Carlos Teodoro de Baviera en un intercambio epistolar con Voltaire: «Me parece que nuestro siglo se asemeja a esas sirenas de las que la mitad es una preciosa ninfa y la otra una repugnante cola de pescado».
Una época de ideales
Beethoven nació y creció en un sistema educativo musical múltiple y plenamente desestructurado (como buena parte de sus predecesores), y bajo un régimen social en declive. Su entorno familiar era musical, y los ejemplos de Haydn y Mozart aún demasiado presentes para ser ignorados. Se repitieron modelos e intentos de explotación del perfil del niño prodigio, pero nada tiene que ver el Antiguo Régimen en el que crecieron aquellos con la época inflamada de ideales de Beethoven, con un derrumbe de la nobleza aristocrática continuado y alimentado por nuevas forma de entender el mundo. Haydn pasó tres décadas al servicio de la familia Esterházy; Beethoven tenía 18 años cuando estalló la Revolución Francesa, y la música que conmovía, alentaba y evocaba comenzó a suceder en las calles, no únicamente en catedrales y cortes. Tampoco había evolucionado el joven Beethoven a la velocidad del inhumano prodigio de Mozart: a la hora de componer siempre había necesitado de un periodo de reflexión y recapitulación mayor que su predecesor (no hay más que mirar sus partituras originales, repletas de tachones, raspados y reescrituras). Pero ningún compositor puede andar hacia el horizonte sin mirar antes atrás, y el compositor y organista Christian Gottlob Neefe le proporcionó los rudimentos técnicos y armónicos –Bach mediante– necesarios para avanzar hasta Viena, donde se estableció con el apoyo financiero del conde Waldstein y bajo la tutela del propio Haydn.
Tras sus unos años de aprendizaje, su primera madurez le llega en líneas generales en el verano de 1795, cuando decide publicar sus primeras obras (unos tríos para piano, violín y violonchelo) y, unos años más tarde, coincidiendo con el cambio de siglo, comienza a revolucionar la historia de la música con la composición de su primera sinfonía y una colección de cuartetos con no pocas innovaciones armónicas y formales. En definitiva, podemos decir que comienza su andadura profesional trasfigurando la esencia formal del clasicismo de Haydn y Mozart y conculcando sus reglas. Poco después, cuando la sordera se convirtió en su paisaje inevitable a principios del XIX, Beethoven se ve forzado a un progresivo aislamiento que se ve reflejado en la música: cada vez son menos las piezas para lucimiento personal al piano, cada vez una menor atención al resto de músicos prácticos, a quienes apenas podía escuchar. Y, sobre todo, cada vez menos tiempo que perder con aquellos compositores que hicieron de la amabilidad compositiva sus señas de identidad, como Hummel, Spohr, que propugnaban un acercamiento de salón a la música, burgués, ameno, donde lo juguetón y la melodía de fácil retención estuvieran en el epicentro musical. Pero ese aislamiento le proporciona a su vez la suficiencia moral para ignorar los cánones de buena parte del resto del mundo musical, herederos líricos del melodismo mozartiano, y transformar uno a uno el resto de elementos musicales de raigambre clásica.
Será a partir de este momento cuando aparezcan buena parte de los aspectos que certifican su modernidad: Beethoven comienza a componer exclusivamente para un músico profesional sin concesiones, formado más allá del amateurismo del salón romántico y de espaldas al mercado de edición de partituras, que en aquellos años organizaba sus éxitos en torno a las adaptaciones de piezas famosas para el público burgués aficionado. También se hace más patente, a través de sus cartas y cuadernos de conversación, que compone con la consciencia de hacerlo para las generaciones venideras, para un público con otros parámetros estéticos a sus contemporáneos, aún inalcanzables pero ya a la vista en el futuro inmediato. Se puede argumentar que Mozart también tuvo una relativa consciencia de su genio, pero siempre de una manera mucho menos severa y explícita. Beethoven es consciente de estar utilizando todo el patrón metafórico que define el Romanticismo, con su símil entre el ser humano y la naturaleza, con el hombre y sus conflictos como argumento central de su discurso, pero los considera valores universales e intemporales que servirán en un futuro con independencia de la estética musical. En último término, esa «infinitud» y «anhelo inexpresable» del que hablaba E.T.A. Hoffmann cuando comentaba la música de Beethoven.
Proceso de superación
El otro gran rasgo de modernidad será su necesidad de extenderse, de agrandar el qué, el cómo. Sus obras van a ir necesitando cada vez más espacio para hablar de sus conflictos, y frente al mero mundo de melodía de contrastes clásicos, Beethoven apostará por dar amplitud a los espacios de exposición y desarrollo de sus obras, para explicar el proceso de superación del ser humano, que subrayará con sus exitosas codas finales. En este ámbito, no tendrá inconveniente en romper la tópica estructura a cuatro movimientos del cuarteto de cuerda o añadir un coro a su Novena Sinfonía. Esta extensión también se traduce en un aumento de las necesidades técnicas que exigían sus partituras, que iban mucho más allá que el mero virtuosismos de lucimiento.
Por último, Beethoven aportaría un grano de arena más al perfil del genio moderno: el de componer a manera de reivindicación personal, como parte de sus complejas necesidades laborales, pero donde la iniciativa de la obra la tenía el propio creador, frente al mecenas o comitente de siglos anteriores. Si a todo ello le sumamos la inmensa imaginación de su música y la necesidad de generar mitos donde reflejarse de la época romántica (y de la nuestra, eco de aquella), entenderemos hasta qué punto el genio de Bonn representa ese perfil de creador inexplorado, independiente, incomprendido y aislado que conmueve y representa lo mejor del ser humano. Un merecidamente celebrado Doctor Jekyll que nos hace olvidarnos de nosotros mismos, mucho más cercanos a Míster Hyde.

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