Literatura
Marcel Proust y James Joyce o cómo dos personas se pueden odiar a primera vista
Los escritores de referencia del siglo XX se conocieron en una cena y se aburrieron hasta la saciedad el uno al otro
El 19 de mayo de 1922, Marcel Proust y James Joyce estuvieron frente a frente, obligados a conversar, pero ambos conscientes que preferían estar en cualquier otro lugar del mundo en ese momento. No había razón alguna detrás de esa incomodidad, no era cuestión de ego o recelo de autores ilustres, sólo es cosa del afecto o, en este caso, la falta de él. Porque, a veces, las relaciones humanas funcionan así, por simples simpatías y antipatías invisibles, y Joyce y Proust no se sintieron cómodos el uno con el otro, a pesar de ser en ese momento los dos grandes tótems de la novela contemporánea.
Estamos en París, en el lujoso Hotel Majestic, en una gran celebración organizada por Sydney y Violet Schiff, dos importantes mecenas británicos para homenajear a Igor Stravinsky y Sergei Diaghilev. Ahí encontramos a la creme de la creme, de poetas americanos como William Carlos Williams a genios pintores como Pablo Picasso. Imposible hacer sombra a Picasso, pero allí, puntual, está Marcel Proust, que acaba de levantarse y va directamente a la fiesta.
Un poco más tarde llega James Joyce, algo borracho, con la sensación que allí acaba su día, no que empieza. Joyce tiene unas borracheras alegres, pero no aquel día. Nada más llegar, le saludan y le invitan a sentarse junto a Proust. La tentación de tener a los dos grandes renovadores de la novela del siglo XX es demasiado grande para desperdiciar la ocasión. Pero como en una cita a ciegas en que todo el mundo insiste en que los dos sois tal para cual, el resultado es bochornoso. No es que se insulten, lleguen a las manos, disfruten humillándose delante de cien invitados, no, el bochorno es que se aburren tanto que cinco minutos después el encuentro ha acabado.
Joyce diría años después que: “Proust insistía en sólo hablar de duquesas, cuando a mí me interesan más sus doncellas”. En eso, evidentemente, tiene razón, Proust escribe de sofisticados salones y Joyce de mugrientas tabernas, pero su conversación no fue literaria porque, fuese verdad o no, ninguno confesó haber leído al otro. “Nuestra conversación consistió únicamente de la palabra no. Proust me preguntó si conocía a tal y cual duque y yo dije no. Nuestra anfitriona preguntó a Proust si había leído tal fragmento del “Ulises” y él contestó que no. Y así continuamos. La situación era, por supuesto, imposible. Proust estaba empezando su día y yo estaba acabando el mío”.
Por supuesto, dar voz a una única versión de la cita sería injusto. Está claro que ver a estos dos titanes juntos llamaba mucho la atención y nadie se quería perder lo que pasaba. William Carlos Williams, que llegó con su amigo Ford Maddox Ford, fue uno de los testigos del encuento, y él lo recordaba así. “Joyce dijo, tengo terribles dolores de cabeza todos los días. Mis ojos me hacen sufrir lo indecible. Por su parte, Proust contestó, encantado. ¡Oh, mi estómago!”
¿Es una parodia de lo que ocurrió o fue exactamente así? ¿Pueden dos personas encontrarse y sin embargo no verse, ni oírse en absoluto, como si los dos ocurriesen a la vez, pero en diferentes dimensiones? El encuentro Joyce-Proust así lo demuestra. Lo cierto es que el autor de “Dublineses” le confesó a su entonces secretario Samuel Beckett, que: “Si al menos hubiésemos quedado en dar un paseo y hablar”. Por tanto, comprobamos que no había una animadversión inicial, sólo una mala primera impresión que ninguno supo o quiso corregir.
Existe incluso la historia de cómo los Schiff se ofrecieron a acompañar en taxi a Proust a su casa y éste les invitó a tomar una última copa de champaigne. Joyce, ya borracho del todo, con ganas de seguir bebiendo, se apuntó a la invitación. Violet entonces, con habilidad, le convenció que lo que tenía que hacer era volver a casa y le pidió un taxi.
Lo cierto es que el carácter de Joyce no invitaba a la amistad su fundamento. Sus encuentros con otras célebres personalidades como el arquitecto Le Corbusier o el escritor Harold Nicholson. “No puedo participar en ninguna reunión social si no es como vagabundo”, dirá el autor del “Ulises”. Proust, por su parte, ya no sale prácticamente de casa. Tampoco acabó mejor cuando conoció a Oscar Wilde a principios de siglo. Ahora acaba de publicar “Sodoma y Gomorra”, la tercera parte de “En busca del tiempo perdido” y todo el mundo quiere verle, pero él no quiere ver a nadie. “Nada me impresiona menos, estos días, de lo que hace 20 años se llamaba selecto”, dirá Proust. Todo estaba escrito de antemano para que su encuentro saliese mal. Demasiado esfuerzo a priori de ambas partes.
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